La infancia de Pizarnik fue difícil y llena de inseguridades. Más adelante, la poeta utiliza estos sucesos familiares para conformar su figura poética. Cristina Piña expone dos grietas importantes que marcaron la vida de la poeta: la constante comparación con la hermana mayor propiciada por su madre y la condición extranjera de la familia (de origen ruso).
En la adolescencia tuvo graves problemas de acné y una marcada tendencia a subir de peso. Los problemas de asma, tartamudez y autopercepción física de la poeta minaron su autoestima, “esa sensación de angustia que trae el ahogo asmático y que, muchos años más tarde y ya convertida en Alejandra, Buma interpretaría como la manifestación de una temprana angustia metafísica”; hecho que ahondaría la diferencia entre ella y Myriam, su hermana, que poseía todas las cualidades que sus padres apreciaban, “esa Myriam delgada y bonita, rubia y perfecta según el ideal materno, que todo lo hacía bien y no tartamudeaba ni tenía asma ni hacía lío en el colegio”.
Asimismo, la sombra del nazismo y la Segunda Guerra Mundial era constante entre los padres de Pizarnik, lo que “ensombreció la infancia de las dos –ante los horrores del nazismo, los avatares de la Segunda Guerra Mundial y las noticias acerca de la familia masacrada en Rivne ”.
Durante este periodo Pizarnik comienza a descubrirse como un ser distinto, integrando a su carácter caótico e inestable la necesidad de ser reconocida por los demás (a pesar de la discordancia consigo misma), “un personaje en el que todo parecía adoptar la forma opuesta a “lo-que-debe-ser”, delineando una imagen perturbadora e inquietante por lo desconocida”.
«Buma», como la nombraba su familia, comenzó a desdeñar este apodo y con ello los lazos familiares, “supongo que tuvo que ver con la voluntad de ser otra, de abandonar a la Flora, Buma, Blímele de la infancia y la adolescencia y construirse una identidad diferente a partir de esa marca decisiva que es el nombre propio, esa inscripción de la ley y el deseo paternos en el sujeto que llegamos a ser”.6 Después, durante la adolescencia, su incursión en las letras supone el inicio de la desgarradura: “Ya en el secundario Buma estaba fascinada por la literatura. No sólo la que enseñaban en el colegio o la que, secretamente, iba descubriendo y haciendo circular entre las compañeras –Faulkner, Sartre-, sino la que escribía”.
El existencialismo, la libertad, la filosofía y la poesía fueron los tópicos de lectura favoritos de la poeta, así como la identificación que durante toda su vida mantuvo con Artaud, Rimbaud, Baudelaire, Mallarmé, Rilke y el surrealismo; reconocimiento por el que ha sido considerada una poeta maldita.
Pizarnik se enfrentó al modelo ideal de estudiante durante su estancia en la escuela secundaria, “el prototipo de adolescente que forjó el imaginario social entre las familias de clase media argentinas tiene que ver con el recato y la discreción, la buena conducta y la aplicación en la escuela”.
Proceso que derivó en una joven mujer rebelde, estrafalaria y subversiva frente a la imagen del adolescente de los años cincuenta: “se producen cambios notorios y definitivos que irán configurando su personalidad y la convertirán en la “chica rara” del colegio, llena de excentricidades y, para algunos padres, en la imagen exactamente contraria a la que aspiraban para sus hijas”.9 La concepción de su cuerpo cobró una importancia médica cuando las anfetaminas tomaron importancia en su estilo de vida: su obsesión por el peso corporal inició la progresiva adicción a los fármacos, “quienes la conocieron entonces y luego supieron de su adicción progresiva –alguien recordó que siempre se refería a la casa de Alejandra como “La farmacia” por el despliegue de psicofármacos, barbitúricos y anfetaminas que desbordaba de su botiquín”;10 adicción que tomaría otro nivel en años posteriores, cercanos a su muerte.
A esta anticonvencionalidad y cuestionamiento se suma la pasión, cada vez mayor, por la literatura; lectora de muchos y grandes autores durante su vida, intentó ahondar en los temas de sus lecturas y aprender de lo que otros habían escrito. También lectora de la filosofía existencialista: El ser y la nada, El existencialismo es un humanismo, Los caminos de la libertad.
Así, la lectora se convirtió también en creadora: hacía circular textos suyos con “el deseo de sobresalir, de triunfar”.
Se puede enumerar el nacimiento de varias obsesiones poéticas perdurables durante este periodo: la búsqueda de identidad, la construcción de la subjetividad, la infancia perdida y la muerte: “ya desde su más temprana juventud, de una fascinación que se convertirá en la cifra de su escritura, y en cierta forma en el signo de su vida: la muerte”.
En 1954, tras el bachillerato, y con grandes dudas, ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Sus expectativas académicas le hacían imposible permanecer en un solo sitio, “como lo demuestra el hecho de que pasara de la carrera de Filosofía a la de Periodismo, luego a la de Letras, al taller del pintor Juan Batlle Planas para, finalmente, abandonar todo estudio sistemático y formal y dedicarse plenamente a la tarea de escribir”.
Varias perspectivas brillaron en este horizonte: las discusiones con Luisa Brodheim (compañera de Filosofía y Letras), la cátedra de Literatura Moderna que impartía Juan Jacobo Bajarlía, éste actuó como protector y guía en la carrera literaria de Pizarnik: corregía sus primeros textos poéticos e introdujo a su primer editor, Arturo Cuadrado, y a varios artistas surrealistas de la época como Juan Batlle Planas, Oliverio Girondo y Aldo Pellegrini.
En este camino de aprendizaje, leyó a Proust, Gide, Claudel, Kierkegaard, Joyce, Leopardi, Yves Bonnefoy, Blaise Cendrars, Artaud, Andrè Pieyre de Mandiargues, George Schehadé, Stéphane Mallarmé, Henri Michaux, René Daumal, Alphonse Allais, y encontró en ellos marcas de su propia identidad “porque a través de esa “escritura” secreta que son los subrayados se puede seguir y captar la configuración de su subjetividad, tanto como percibir sus grandes problemas interiores de esa época”.
Las lecturas se transformaron en temas que construyeron su personaje poético: la atracción a la muerte, la orfandad, la extranjería, la voz interna, lo onírico, Vida-Poesía y la subjetividad.
Asimismo, en esta época comenzó sus sesiones de terapia con León Ostrov: hecho fundamental en su vida y en su poesía (cabe recordar que uno de sus poemas más famosos “El despertar” fue dedicado a Ostrov). Gracias a su psicoanalista, se motivó tempranamente por la unión entre la literatura y el inconsciente, lo que a su vez hizo que se interesara por el psicoanálisis, “significó un elemento capital para la constitución de su práctica poética y, con el tiempo, se convirtió en un instrumento privilegiado para indagar en su subjetividad”.
No sólo buscaba restituir su autoestima y aminorar la ansiedad, también era un ejercicio poético en el que practicaba la reflexión sobre la subjetividad y los problemas internos.
Alejandra Pizarnik decide emprender un viaje a Paris, de 1960 a 1964, en el que se desarrolla como traductora y lectora de escritores franceses como Isidore Ducasse (Conde de Lautréamont). París fue para la poeta un refugio literario y emocional, “sola o con amigos, cruzar una mirada cómplice con los bellos ojos azules de Georges Bataille, hacer cadáveres exquisitos hasta el amanecer, perderse en las galerías del Louvre o descubrir la belleza imposible del unicornio en el museo del Cluny. La perfecta articulación de soledad y compañía que, como una luz intermitente, necesitaba Alejandra para vivir”.
Trabajó en la revista Cuadernos “obtenido tal vez gracias a Octavio Paz, por entonces agregado cultural de la Embajada de México en Francia, quien la presentó a Germán Arciniegas, director de la revista Cuadernos para la Libertad de la Cultura, de la UNESCO, o tal vez gracias al mismo Cortázar, que trabajaba en el organismo internacional”; y en algunas editoriales francesas: “había algo radicalmente incompatible entre Alejandra y cualquier tipo de trabajo que no fuera el exigente y lúcido pulimiento de su propio lenguaje, la plasmación de esas extrañas historias que escribía en su épica en París, los artículos con los que luego contribuirá en Sur, Zona Franca, La Nación y otras publicaciones”.
Publicó poemas y críticas en varios diarios, tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Césaire, Yves Bonnefoy (ella realiza una traducción con Ivonne Bordelois) y Marguerite Duras, y estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona.
Allí entabló amistad con Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz, entre otros, siendo este último el prologuista de Árbol de Diana (1962), su cuarto poemario, en el que ya se refleja plenamente la madurez como autora que estaba alcanzando en Europa.
Finalmente, “en 1964 regresó a Buenos Aires como una poeta madura que, en cierta forma, ya había configurado definitivamente su poética y sólo necesitaba tiempo para desarrollar el programa de su creación”.
Sobre sus relaciones personales hay que mencionar el acercamiento a los varones y el descubrimiento de su sexualidad durante la adolescencia: Pizarnik se agenciaba en dos tendencias: era, a ratos, una chica rebelde que controlaba su coquetería y se mostraba atrevida y sensual, sin embargo, era también una chica tímida que se caracterizaba por el silencio y la informalidad.
Durante su adolescencia conoce a Luisa Brodheim (compañera de Filosofía y Letras), Juan Jacobo Bajarlía, Arturo Cuadrado, y a varios artistas surrealistas de la época como Juan Batlle Planas, Oliverio Girondo y Aldo Pellegrini. Después viaja a París, donde se rodea de intelectuales con quienes comparte fiestas y pláticas artísticas: Orphée y Miguel Ocampo, Eduardo Jonquières y su mujer, Esther Singer e Italo Calvino, André Pieyre de Mandiargues y Bonna, su mujer, Julio Cortázar y Aurora Bernárdez, Laure Bataillon, Paul Verdevoye, Roger Caillois y su mujer, Octavio Paz, Roberto Yahni, Ivonne Bordelois, Sylvia Moloy, Simone de Beauvior.
En 1965 expone sus pinturas y dibujos con Mujica Lainez, “los pintores y escritores que se daban cita en “El Taller” –Alberto Guirri, Raúl Vera Ocampo, Enrique Molina, Olga Orozco, Manuel Mujica Lainez y tantos más– y Sur”.
La crítica menciona que la fusión entre vida y poesía de Pizarnik alentó las crisis depresivas y los problemas de ansiedad que poseía, Ana Calabrese, amiga de Alejandra Pizarnik, “considera en parte responsable de la muerte de Alejandra al mundo literario de la época, por fomentarle y festejarle el papel de enfant terrible que ella actuaba.
Según Ana, ese ambiente fue el que no la dejó salir de su personaje, olvidándose de la persona que había detrás”.
Sin embargo, un hecho que marcó su vida fue la muerte de su padre el 18 de enero de 1967: “Elías murió de un infarto. Alejandra estaba en Buenos Aires y le avisó sólo a su íntima amiga Olga Orozco, quien fue al velorio para acompañarla”.
Las entradas de sus Diarios se volvieron más sombrías: “Muerte interminable olvido del lenguaje y pérdida de imágenes. Cómo me gustaría estar lejos de la locura y la muerte (…) La muerte de mi padre hizo mi muerte más real”.
Durante 1968, Pizarnik se mudó junto a su pareja, una fotógrafa; a estos cambios se sumó también su continua adicción a las pastillas: “También llegaron las pastillas que cada vez le resultaban más necesarias para explorar la noche y la escritura o convocar el sueño, siempre a riesgo de confundirse y agudizar, en lugar de apaciguar, la angustia que la empujaba a lanzar esos S.O.S. telefónicos a las cuatro de la mañana, los cuales, como recordaba Enrique Pezzoni, podían llevar al borde del asesinato a quienes más la querían”.
Su búsqueda para encontrar en París un país al cual pertenecer marcó la brecha para su desgaste emocional, “los amigos señalan que, luego de su vuelta de este frustrado viaje, Alejandra inició un lento proceso de clausura progresiva que tendría una primera culminación en el primer intento de suicidio, en 1970.
No es que dejara de verse con los habituales habitantes de su reino personal –inclusive aparecerían nuevos amigos como Antonio López Crespo y Marta Cardoso, Ezequiel Saad, Fernando Noy, Ana Becciú, Víctor Richini, Ana Calabrese, Alberto Manguel, Martha Isabel Moia, Mario Satz, César Aira, Pablo Azcona, Jorge García Sabal –sino que la “errancia” alegre se iría reduciendo y cada vez más sería su casa el lugar de reunión”.
El 25 de septiembre de 1972, a los 36 años, se quitó la vida ingiriendo 50 pastillas de Seconal durante un fin de semana en el que había salido con permiso del hospital psiquiátrico de Buenos Aires; hospital donde se hallaba internada a consecuencia de su cuadro depresivo y tras dos intentos de suicidio. El día siguiente, “martes 26, el velorio tristísimo en la nueva sede de la Sociedad Argentina de Escritores que, prácticamente, se inauguró para velarla”.30 En el pizarrón de su recámara se encontraron los últimos versos de la poeta:
no quiero ir
nada más
que hasta el fondo
Dejó como legado una vasta obra, a pesar de su corta vida: un diario de casi mil páginas, un extenso corpus de poemas, muchos escritos y relatos cortos surrealistas, y alguna novela breve.
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