Juan José Castelli nació en Buenos Aires, 19 de julio de 1764, en ese entonces parte integrante del Virreinato del Perú. Fue el primero de los ocho hijos del médico veneciano Ángel Castelli Salomón y Josefa Villarino, a través de la cual estaba emparentado con Manuel Belgrano, de quien era primo carnal. Castelli cursó sus primeros estudios con los jesuitas en el Real Colegio de San Carlos, lo cual sentó las bases de sus posteriores estudios religiosos.
Por disposición de una herencia, uno de los hijos del matrimonio Castelli debía ordenarse sacerdote; destino al que fue asignado Juan José, y fue enviado a estudiar al Colegio Monserrat, en Córdoba.
Allí fue compañero de estudios de otros hombres que influirían en la vida pública sudamericana, como Saturnino Rodríguez Peña, Juan José Paso, Manuel Alberti, Pedro y Mariano Medrano y el cuyano Juan Martínez de Rozas, entre otros. Allí tomó contacto también con las obras de Voltaire y Diderot y, en especial, con el Contrato Social de Rousseau. Al finalizar los estudios escolares comenzó estudios universitarios de filosofía y teología. Pero, en 1785, al morir su padre, abandonó la carrera sacerdotal, por la cual no sentía una fuerte vocación.
Decidido a estudiar jurisprudencia, rechazó la intención de su madre de enviarlo a estudiar a España, junto a su primo Manuel Belgrano, a la Universidad de Salamanca o a la Universidad de Alcalá de Henares. En lugar de ello, optó por dirigirse a la Universidad de Chuquisaca (en la actual ciudad de Sucre), en donde conoció los ideales de la Revolución francesa.
De regreso a Buenos Aires, se estableció como abogado, abriendo un estudio en su casa familiar. Representó a la Universidad de Córdoba en distintas causas, y a su tío Domingo Belgrano Peri. Su relación con Saturnino Rodríguez Peña se extendió a su hermano, Nicolás Rodríguez Peña y a su socio Hipólito Vieytes. La casa de Rodríguez Peña sería, posteriormente, la sede de reuniones frecuentes de los criollos revolucionarios.
En 1794 se casó con María Rosa Lynch y tuvieron como hijos a Ángela, Pedro (el futuro coronel), Luciano, Alejandro, Francisco José y Juana.
En 1794 llegó a Buenos Aires una copia de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, sancionada por la Revolución francesa, que circuló clandestinamente por el Virreinato del Río de la Plata. Al mismo tiempo, también regresó Manuel Belgrano de sus estudios en Europa, con el cargo de secretario perpetuo del Consulado de Comercio de Buenos Aires. Ambos compartían ideas similares sobre el monopolio comercial español y los derechos de los criollos. Belgrano intentó nombrar a Castelli secretario interino del Consulado, como suplente suyo, pero debió enfrentar una fuerte oposición de los comerciantes españoles que demoró dicha designación hasta 1796.
Los intentos de Belgrano por nombrar a Castelli como su sucesor se fundamentaban también en una enfermedad contraída por el mismo durante su estadía en Europa, que lo obligó a tomar prolongadas licencias en su trabajo.
Dos años después, tuvo lugar una situación similar durante la elección de los integrantes del Cabildo de Buenos Aires de 1799. Castelli fue elegido regidor tercero, y rechazado por los comerciantes ligados al puerto de Cádiz. El pleito duró un año, hasta que finalmente el virrey Avilés aceptó el dictamen del comerciante Cornelio Saavedra y confirmó a Castelli en el cargo, mediante orden real en mayo de 1800. Sin embargo, para entonces Castelli se había excusado de asumir dicho cargo, ya que las funciones del Consulado ocupaban todo su tiempo. Esto fue considerado como un insulto por los comerciantes peninsulares, entre ellos Martín de Álzaga.
Al llegar de España Francisco Cabello y Mesa, Belgrano y Castelli lo apoyaron en dos proyectos: la creación de una Sociedad Patriótica, Literaria y Económica y la publicación del Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiógrafo del Río de la Plata, que fue el primer periódico porteño. Ambos proyectos tuvieron corta duración: la Sociedad no llegó a constituirse y sus actividades fueron prohibidas por una orden real, mientras que la Corona ordenó al Consulado retirar su apoyo al periódico, que dejó de publicarse. En dicha publicación se mencionó por primera vez el concepto de patria y se habló de los habitantes como «argentinos».
Además de Castelli, Cabello y Belgrano, quien fuera el secretario de la publicación, trabajaron Manuel José de Lavardén, Miguel de Azcuénaga y el fray Cayetano Rodríguez.
A pesar del cierre del Telégrafo Mercantil, los criollos aún deseaban expresarse a través de un periódico, por lo que Vieytes fundó el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio. Castelli, al igual que los otros miembros del grupo que se reunía en la casa de Rodríguez Peña, colaboró con el proyecto. En dicho periódico se proponían ideas para la mejora técnica de la agricultura, la quita de las restricciones al comercio, el desarrollo de manufacturas, entre otras. También se presentaron biografías de los autores de la revolución estadounidense, como Benjamín Franklin.
A través de Saturnino Rodríguez Peña, Juan José Castelli entró en contacto con James Florence Burke, quien decía representar a Gran Bretaña y que, en apoyo a las propuestas de Francisco de Miranda, impulsaba la emancipación de Hispanoamérica de la corona española. Pero Burke era en realidad un espía británico, con la misión de obtener información sobre la situación de América.
Con su intervención ―y gracias a las promesas de apoyo británico― se creó la primera sociedad secreta criolla organizada para tales fines, que más adelante fue conocida como «partido de la independencia», en donde se encontraban Castelli, Burke y los principales colaboradores del Semanario... de Vieytes. El espía fue finalmente descubierto por Rafael de Sobremonte y expulsado del virreinato.
Por ese entonces Castelli se había mudado de vivienda, trasladándose a una chacra en las afueras de la capital virreinal, en el actual barrio de Núñez. Algunos de sus vecinos en la zona eran Cornelio Saavedra, Juan Larrea, Miguel de Azcuénaga y José Darregueira. En dicha chacra tuvo sembrados y una fábrica de ladrillos. Las reuniones de la sociedad secreta continuaron sin verse afectadas por la ida de Burke. El 2 de junio de 1806 murió su madre. Castelli aún estaba de luto cuando, ese mismo mes, llegaron noticias del desembarco británico en Quilmes, dando comienzo a la primera de las Invasiones Inglesas al Río de la Plata.
El partido de la independencia fue tomado por sorpresa por los acontecimientos; en primer lugar, no habían sido avisados de que aquella expedición fuera a tener lugar, luego, la proclama británica hablaba de respeto a la religión, las propiedades, el orden, la libertad y el comercio, pero no se había emitido una palabra relativa a los proyectos de Francisco de Miranda. Para aclarar dichos puntos se formuló una entrevista con el jefe invasor, William Carr Beresford, a quien se le solicitó aclarar si las promesas de Burke seguían en pie y si el gobierno de Londres apoyaría la independencia. Beresford respondió con evasivas, argumentando que no tenía instrucciones en dicho sentido y que con la reciente muerte de William Pitt y el ascenso de los liberales al poder británico, debía aguardar nuevas órdenes.
Durante la breve ocupación inglesa de Buenos Aires en 1806, los cabildantes de la ciudad aceptaron que el gobernador Beresford los confirmaran en sus cargos. Belgrano no accedió y salió de Buenos Aires hacia la Capilla de Mercedes, en la Banda Oriental. Seguidamente, el 10 de julio de 1806, Beresford propuso que los principales vecinos podían en forma voluntaria prestar juramento de lealtad a Su Majestad Británica. A tal efecto habilitó una oficina a cargo del capitán Alexander Gillespie y un libro para registrar el respectivo juramento. Cincuenta y ocho personas firmaron el libro. A principios del siglo XX, el abogado, traductor y diplomático Carlos A. Aldao viajó al Foreign Office en Londres para acceder al citado documento e identificar a los firmantes. Lamentablemente en el legajo del periodo 1803-1811 referido a Buenos Aires y con relación al tema solo encontró un recibo y dos cartas. El recibo, fechado el 4 de septiembre de 1810, dejaba constancia que el capitán Gillespie había entregado un libro "conteniendo el juramento de lealtad a Su Majestad Británica, firmado en Buenos Aires en el curso de julio de 1806 por 58 habitantes de esa ciudad". En una de las cartas a Spencer Perceval del 3 de septiembre de 1810, el capitán Gillespie le hacía notar que tres miembros de los que integraban la nueva junta de Buenos Aires figuraban entre los firmantes que se habían adherido a S.M. Británica en 1806. De los tres mencionó solo a dos: Saavedra y Castelli.
Desde el punto de vista de los criollos, aquello implicaba que los ocupantes sólo aspiraban a anexar la ciudad al Reino Unido; lo cual hubiera significado cambiar una metrópolipor otra. A pesar de ello, intentaron un último golpe de mano: tras la reconquista de Buenos Aires lograda por Santiago de Liniers, Saturnino Rodríguez Peña ayudó a Beresford a fugarse, con el propósito de que este convenza al jefe de la nueva invasión de aplicar los proyectos de Burke y Miranda. La segunda invasión inglesa sepultó las últimas esperanzas de los patriotas criollos en la estrategia de acercamiento que impulsaba el venezolano Miranda. Castelli, al igual que Belgrano, Martín Rodríguez, Domingo French y Antonio Beruti, combatió contra quienes poco antes consideraban sus posibles aliados.
Producida la segunda Invasión Inglesa, en 1807, y tras la exitosa defensa de la ciudad por los criollos, crecieron las disputas entre Santiago de Liniers, nombrado como virrey interino, y el Cabildo de Buenos Aires, liderado por Martín de Álzaga. El grupo criollo también vio aumentado su poder de influencia: de los ocho mil hombres armados de la ciudad, cinco mil correspondían a las milicias criollas.
Los cuerpos más poderosos eran los de Patricios y Arribeños, y también tenían una fuerte injerencia en los de Húsares y Artilleros. Álzaga, por su parte, contaba con unidades de españoles peninsulares, entre ellas las de Vizcaínos, Gallegos y Catalanes. Tanto Álzaga como Liniers representaban a facciones con intereses opuestos a la separación de la metrópoli: Álzaga y el Cabildo, a los comerciantes ligados con Cádiz, y Liniers a los funcionarios del poder monárquico. Aun así, ambos procuraban utilizar la creciente influencia criolla en su favor. Álzaga se abstuvo de denunciar a Castelli y Rodríguez Peña como cómplices de la fuga de Beresford, y Liniers se apoyaba en las milicias criollas para contrarrestar la oposición de Álzaga y el Cabildo.
A fines de 1807 tuvo lugar un acontecimiento que revolucionó la política española: luego de invadir Portugal, Napoleón Bonaparte ocupó también España. El rey Carlos IV de España abdicó en favor de su hijo Fernando VII, pero Napoleón obligó a ambos a nombrar como rey de España a su hermano José Bonaparte, en una serie de traspasos de la corona española conocida como Abdicaciones de Bayona. El pueblo español organizó juntas de gobierno para resistir la ocupación francesa y a los pocos meses la Junta Central de Sevilla se atribuyó la autoridad suprema sobre España e Hispanoamérica. Esta situación alentó a la infanta Carlota Joaquina de Borbón, la hermana del rey cautivo, a reclamar la regencia de las colonias americanas.
En este contexto, Juan José Castelli y Martín de Álzaga conversaban la posibilidad de expulsar a Santiago de Liniers y constituir una Junta de gobierno propia, similar a las de la metrópoli. Dicho proyecto no era compartido por la mayoría de los criollos ni por el jefe del Regimiento de Patricios, Cornelio Saavedra. Manuel Belgrano propuso como alternativa apoyar al carlotismo, siguiendo los planes de la infanta Carlota, a lo cual adhirieron Castelli y varios de los criollos. Belgrano, de ideas monárquicas, sostenía que el proyecto carlotista sería la forma más práctica de lograr la emancipación de España en las circunstancias vividas. El 20 de septiembre de 1808 Castelli redactó un documento dirigido a Carlota, con las firmas de Antonio Luis Beruti, Vieytes, Miguel Mariano de Villegas, Belgrano y Nicolás Rodríguez Peña.
Sin embargo, Carlota renegó de dichos apoyos: el partido de la independencia aspiraba a establecer una monarquía constitucional con Carlota a la cabeza, pero esta prefería conservar el poder de una monarquía tradicional. En consecuencia, denunció la carta y mediante su agente Julián de Miguel logró que se detuviera y acusara de alta traición a Diego Paroissien, quien llevaba diversas cartas dirigidas a los criollos. Castelli fue su abogado defensor.
Castelli logró la absolución de Paroissien amparándose en la doctrina de la retroversión de la soberanía de los pueblos, que sostenía que las tierras americanas eran una posesión personal del Rey de España pero no una colonia española. Dicho criterio ya existía de antaño y se utilizaba para legislar en forma diferenciada en ambos distritos, pero en el nuevo contexto Castelli argumentaba que ni el Consejo de Regencia, ni ningún otro poder de España que no fuera el del rey legítimo, tenía autoridad sobre América. Decía Castelli que
No basta la mera voluntad de los pueblos de España para traer a su obediencia los de las Indias.
Bajo estas premisas, Castelli sostuvo exitosamente que ofrecer la regencia a la hermana del rey cautivo, mientras no se negara la legitimidad de Fernando VII, no constituía un acto de traición sino un proyecto político legítimo que debía ser resuelto por los pueblos americanos sin intervención de los españoles.
El 1 de enero de 1809 Álzaga reunió a los batallones de Vizcaínos, Gallegos y Catalanes e intentó una revuelta para destituir a Liniers. Unos pocos criollos —especialmente Mariano Moreno y Julián de Leyva— depositaron sus esperanzas independentistas en la misma, pero la mayoría se opuso: los cuerpos de Patricios, Arribeños, Húsares, Artilleros, Pardos y Morenos, acompañados de los Montañeses y Andaluces, fieles a Liniers, ganaron la plaza y obligaron a las tropas complotadas a retirarse. Castelli apoyó a Liniers y acusó a Álzaga de independentismo. La aparente contradicción radica en que Álzaga no buscaba lo mismo que los criollos: buscaba destituir al virrey que se oponía a sus intereses, pero manteniendo la supremacía social de los españoles peninsulares por sobre los criollos sin cambios.
Álzaga fue derrotado y el poder de los criollos aumentó: Álzaga y Sentenach fueron desterrados a Carmen de Patagones y las milicias españolas que intentaron la asonada fueron disueltas.
En julio arribó al Río de la Plata el nuevo virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros y los independentistas no se ponían de acuerdo sobre el curso a seguir. Castelli hablaba de retomar la idea de Álzaga de crear una junta de gobierno pero no dirigida por españoles; Belgrano insistía con el plan carlotista y Rodríguez Peña proponía un golpe militar, con o sin Liniers a la cabeza. Pero quien se impuso fue Saavedra, quien sostenía la necesidad de postergar las acciones:
Aún no es tiempo, dejen ustedes que las brevas maduren y entonces las comeremos.
Cuando llegó la noticia de la caída de la Junta de Sevilla en poder de los franceses, el grupo de Castelli y Belgrano dirigieron el proceso que desencadenó en la Revolución de Mayo.
Castelli y Saavedra eran los líderes más notorios de esos días y en primer lugar descartaron el plan de Martín Rodríguez de expulsar al virrey Cisneros por la fuerza. Luego de varias discusiones, se decidió demandar la realización de un cabildo abierto. Castelli y Belgrano negociaron con el alcalde de primer voto Juan Lezica y el síndico procurador, Julián de Leyva. Aunque lograron convencerlos, aún hacía falta la autorización del propio Cisneros, para lo cual acudieron Castelli y Rodríguez a la sala del Fuerte de Buenos Aires. Previo a ello, Cornelio Saavedra le había negado a Cisneros el apoyo del Regimiento de Patricios, bajo la premisa de que al desaparecer la Junta de Sevilla que lo había nombrado como virrey, ya no poseía legitimidad para ejercer dicho cargo.
Cisneros se exaltó por la presencia de Castelli y Rodríguez, que acudían sin cita y armados, pero estos reaccionaron con dureza y exigieron una contestación inmediata al pedido de cabildo abierto. Tras una breve conversación en privado con el fiscal Caspe, Cisneros accedió a que se realizara. Cuando los criollos se estaban retirando, Cisneros consultó por su seguridad personal, a lo cual Castelli respondió: «Señor, la persona de Vuestra Excelencia y su familia están entre americanos, y esto debe tranquilizarlo».11 Tras dicha entrevista acudieron a la casa de Rodríguez Peña, a informar a sus partidarios de lo ocurrido.
Además de por su oratoria, Castelli fue conocido como «el Orador de Mayo» por la gran actividad que desarrolló en la semana de Mayo. Las memorias de los testigos y protagonistas de esos días lo mencionaron en multitud de sitios y actividades: negociando con los hombres del Cabildo, en casa de los Rodríguez Peña participando de la planificación de los pasos a seguir por los criollos, en los cuarteles arengando a las milicias, visitando el Fuerte para presionar a Cisneros. El propio Cisneros, al describir los acontecimientos al Consejo de Regencia, llamó a Castelli «el principal interesado en la novedad», es decir, en la revolución.
El cabildo abierto se celebró el 22 de mayo de 1810. En él se discutió si el virrey debía seguir o no en su cargo y en caso negativo quién lo debería reemplazar. El primero en opinar fue el obispo Benito Lué y Riega, quien sostuvo que Cisneros debía continuar y que, en caso de que toda España quedase en poder de Francia, los españoles peninsulares debían mandar en América. Castelli tomó la palabra para responderle al obispo y basó su argumentación en la doctrina de la retroversión de la soberanía de los pueblos que ya había empleado en la defensa de Paroissien. Insistía con la idea de que, a falta de una autoridad legítima, la soberanía regresaba al pueblo y este debía gobernarse a sí mismo. Más adelante se impuso la idea de destituir al virrey, pero como Buenos Aires no tenía autoridad para decidir unilateralmente la nueva forma de gobierno, se elegiría a un gobierno provisorio, en tanto se solicitaban diputados a las demás ciudades para tomar la decisión definitiva. Sin embargo, hubo diferencias sobre quién debía ejercer ese gobierno provisorio: algunos sostenían que debía hacerlo el cabildo, y otros que debía elegirse una junta de gobierno. Para unificar criterios, Castelli se plegó a la propuesta de Saavedra de formar una junta, pero con el añadido de que el síndico procurador del cabildo, Julián de Leyva, tuviese voto decisivo en su formación. Con esto buscaba sumar a los antiguos partidarios de Álzaga, como Mariano Moreno, Domingo Matheu y el propio Leyva.
Sin embargo, el poder que recibió Leyva le permitió realizar una maniobra que Castelli no había previsto. Aunque se aprobó el cese de Cisneros como virrey, Leyva conformó una Junta con Cisneros como presidente, quien de dicha forma conservaría el poder. Los otros miembros habrían sido el cura Juan Nepomuceno Solá, el comerciante José Santos de Inchaurregui, del partido español, y Saavedra y Castelli en representación de los criollos. El grueso de los criollos rechazó el proyecto: no aceptaban que Cisneros permaneciera en el poder aunque fuera bajo otro título; desconfiaban de las intenciones de Saavedra y estimaban que Castelli, solo en la junta, poco y nada podría lograr.
Castelli y Saavedra renunciaron ese mismo día y la Junta organizada por Leyva no llegó a gobernar.
Esa misma noche los dirigentes criollos ―entre los que se encontraban Domingo French, Feliciano Antonio Chiclana y Eustoquio Díaz Vélez― se reunieron en la casa de Rodríguez Peña y redactaron una lista de integrantes para una junta de gobierno que se presentó el 25 de mayo, mientras que French, Beruti, Donado y Aparicio ocuparon con gente armada la plaza y sus accesos. La lista agrupaba a representantes de las distintas extracciones de la política local. Lezica informó finalmente a Cisneros que había dejado de mandar. En su lugar asumió la Primera Junta presidida por Cornelio Saavedra.
Castelli encabezó junto a Mariano Moreno las posturas más radicales de la Junta. Ambos se habían vuelto amigos íntimos y se visitaban a diario. Julio César Chaves los describió de la siguiente manera:
Apasionados al extremo, leales hasta el sacrificio con el amigo o el correligionario, e implacables en su oposición al enemigo; decisión firme, santa, al servicio de una causa imponderable y noble; valor moral, conciencia de la responsabilidad; energía, tenacidad e indeclinable resolución en el servicio: Juan José Castelli y Mariano Moreno.
(Chaves, 1957, p. 158)
Como ambos compartían los ideales rousseaunianos y la determinación de tomar las medidas más extremas en favor de la revolución, se les adjudicó el calificativo de «jacobinos».
Una de las primeras medidas de Castelli en la Junta fue la expulsión de Cisneros y los oidores de la Real Audiencia de Buenos Aires, que fueron embarcados rumbo a España con el pretexto de que sus vidas correrían peligro.
Al conocer las noticias del cambio de gobierno en Buenos Aires y la formación de la Primera Junta, el exvirrey Santiago de Liniers preparó una contrarrevolución en la ciudad de Córdoba. En apenas un par de escaramuzas el jefe de la Expedición Auxiliar enviada por la Primera Junta, Francisco Ortiz de Ocampo, desbarató a las milicias reunidas por Liniers y capturó a todos los cabecillas. Las órdenes iniciales eran remitirlos a Buenos Aires, pero tras su captura se decidió condenarlos a muerte. Dicha decisión se tomó en una resolución firmada por todos los integrantes de la Junta, excepto Manuel Alberti, debido a que como sacerdote no podía dar conformidad a la pena capital. La medida no fue aceptada en Córdoba, y Francisco Ortiz de Ocampo y Feliciano Chiclana decidieron proseguir con las órdenes originales de remitir los prisioneros a la ciudad.
La Junta ratificó la orden, aunque excluyendo al obispo de Córdoba Rodrigo de Orellana quien, en cambio, fue desterrado. Castelli fue comisionado por la Junta para cumplir la ejecución que el general no había obedecido. Mariano Moreno le dijo: «Vaya usted, Castelli, y espero que no incurrirá en la misma debilidad que nuestro general; si todavía no cumpliese la determinación, irá Larrea, y por último iré yo mismo si fuese necesario».
Ocampo y Chiclana fueron apartados de sus cargos. Entre sus colaboradores para la misión Castelli eligió a Nicolás Rodríguez Peña como secretario, a su antiguo cliente Diego Paroissien como médico de campaña y a Domingo French como jefe de escolta.
Apenas encontró a los reos, ordenó y presidió el fusilamiento del gobernador cordobés Juan Gutiérrez de la Concha, el exvirrey Santiago de Liniers, el exgobernador Santiago Alejo de Allende, el asesor Victorino Rodríguez y el contador Moreno, en Cabeza de Tigre, en el límite entre las actuales Santa Fe y Córdoba. No fue fusilado el obispo de Córdoba, Rodrigo de Orellana, pero sí obligado a prestar asistencia espiritual a los condenados y a presenciar el fusilamiento. Domingo French fue el encargado de ejecutar la sentencia.
Tras fusilar a Liniers y a los otros contrarrevolucionarios cordobeses, Castelli regresó brevemente a Buenos Aires y se reunió con Moreno. Este lo felicitó por su proceder y lo nombró vocal representante de la Junta, con plenos poderes para dirigir las operaciones hacia La Paz. También le dejó una serie de instrucciones, entre ellas poner las administraciones en manos patriotas, ganar el favor de los indios, y arcabucear al gobernador de Chuquisaca -Vicente Nieto-, al gobernador de Potosí -Francisco de Paula Sanz-, al general José Manuel de Goyeneche y al obispo de La Paz -Remigio La Santa y Ortega-. También se le encargó rescatar y sumar al Ejército Auxiliar a los soldados patricios y arribeños, quienes bajo el mando de Vicente Nieto, habían partido en 1809 de Buenos Aires y reprimido la Revolución de Chuquisaca y la Revolución de la Paz. Desconfiando de dichos soldados, Nieto los había desarmado y enviado como prisioneros a Potosí, bajo el control de Francisco de Paula Sanz. Más de un tercio de dichos soldados habían muerto al mes de trabajar en la mina.
Juan José Castelli no fue bien recibido en Córdoba, en donde los fusilados eran populares, pero sí en San Miguel de Tucumán. En Salta, pese a ser bien aceptado, tuvo dificultades para obtener tropas, mulas, víveres, dinero o artillería.
Asumió el mando político de la Primera expedición auxiliadora al Alto Perú, desplazando a Hipólito Vieytes y reemplazó a Ocampo por el coronel Antonio González Balcarce. En Salta recibió noticias de que Cochabamba había adherido al movimiento patriótico, aunque enfrentando fuerzas realistas provenientes de La Paz. Tenía también en su poder una carta de Nieto para Gutiérrez de la Concha, ya fusilado, donde relataba que un ejército realista dirigido por Goyeneche avanzaba sobre Jujuy. Balcarce, ya en la Villa Imperial de Potosí, fue derrotado por las fuerzas de Nieto en batalla de Cotagaita, lo que motivó a Castelli a enviar doscientos hombres y dos cañones a marchas forzadas para reforzarlos. Con dicha guarnición Balcarce logró la victoria en la batalla de Suipacha, primer triunfo de las fuerzas revolucionarias argentinas, que les permitió controlar todo el Alto Perú sin oposición.
En Potosí, uno de los sitios más prósperos del Alto Perú, un cabildo abierto reclamó a José Manuel Goyeneche que se retirase del territorio, a lo cual debió acceder ya que no contaba con las fuerzas suficientes para imponerse. El obispo de La Paz, Remigio La Santa y Ortega, huyó junto a él. Castelli fue recibido en Potosí, en donde exigió a la Junta un juramento de obediencia y la entrega de Francisco de Paula Sanz y del general José de Córdoba, quienes fueron fusilados. Para capturar a Vicente Nieto decidió que la operación fuese llevada a cabo exclusivamente por los patricios sobrevivientes de Potosí, que habían sido incorporados con honores al ejército patriota. Por su parte, Goyeneche y el obispo paceño también fueron condenados legalmente, pero la sentencia no llegó a ejecutarse ya que se encontraban a salvo en tierras realistas. Bernardo Monteagudo, preso en la Real Cárcel de la Corte de Chuquisaca por su participación en la fracasada revolución de 1809, se enteró del acercamiento del ejército y logró fugarse para poder unirse a sus filas. Castelli, que ya conocía los antecedentes de Monteagudo, no dudó en nombrarlo su secretario.
Instaló su gobierno en Chuquisaca, desde donde presidió el cambio de régimen en todo el Alto Perú. Proyectó la reorganización de la Casa de Moneda de Potosí, planeó la reforma de la Universidad de Charcas y proclamó el fin de la servidumbre indígena en el Alto Perú, anulando el tutelaje y otorgándoles calidad de vecinos y derechos políticos iguales a los de los criollos. También prohibió que se establecieran nuevos conventos o parroquias, para evitar la práctica frecuente de que, bajo la excusa de difundir la doctrina cristiana, los indios fueran sometidos a servidumbre por las órdenes religiosas. Autorizó el libre comercio y repartió tierras expropiadas entre los antiguos trabajadores de los obrajes. El decreto fue publicado en español, guaraní, quechua y aimara; y también se abrieron varias escuelas bilingües. Festejó el 25 de mayo de 1811 en Tiahuanaco con los caciques indios, donde rindió homenaje a los antiguos incas, incitando a los pobladores a revelarse en contra de los españoles. Sin embargo a pesar del acogimiento recibido, Castelli era consciente de que la mayor parte de la aristocracia lo apoyaba debido al temor que les provocaba el ejército auxiliar, más que por un auténtico apoyo a la causa de Mayo.
Las órdenes recibidas de la Junta fueron ocupar con criollos todos los cargos de importancia y quebrar la alianza entre la élite criolla y la española.
Entre otras, se le ordenaba que no quede un solo europeo, militar o paisano, que haya tomado las armas contra la capital.
En noviembre de 1810 envió a la Junta un plan: cruzar el río Desaguadero, frontera entre el Virreinato del Río de la Plata y el Virreinato del Perú, y tomar el control de las intendencias peruanas de Puno, Cuzco y Arequipa. Castelli sostenía que era urgente sublevarlas contra Lima, la capital del virreinato perunano, ya que su economía dependía en gran medida de dichos distritos y si perdía su poder sobre ellos, el principal baluarte realista se vería amenazado. El plan fue rechazado por considerárselo demasiado temerario y se le requirió a Castelli atenerse a las órdenes originales. Castelli obedeció lo ordenado.
En diciembre envió a 53 españoles al destierro en Salta y sometió la decisión a aprobación de la Junta. El vocal Domingo Matheu, que tenía tratos comerciales con Salvador Tulla y Pedro Casas, gestionó la anulación del acto, aduciendo que Castelli habría actuado influido por calumnias y acusaciones infundadas. «Siento que por cuatro borrachones se tratase de descomponer una obra tan grande como la que tenemos para coronar».
En cambio, el médico Juan Madera, integrante del ejército de Castelli, no compartió el criterio de la Junta:
Sucedió que fueron perdonados y mandados volver a Potosí por orden del gobierno de Buenos Aires contra el sentimiento de todos los buenos patriotas y con notable perjuicio de la causa pública; pues en el mes de mayo de 1811 formaron estos una horrorosa conspiración, en que fueron sorprendidos en el lugar que llaman el Beaterío de Copacabana, habiendo hecho fuego y resistencia y estos individuos no se castigaron y lo mismo sucedió en Charcas con los expatriados europeos enemigos y lo mismo hubiera sucedido con los insurgentes Sanz, Nieto y Córdova, si don Juan José Castelli no los hubiera ejecutado
Juan Madera. Declaración juicio de Residencia iniciado a Saavedra (1813) en (De Gandía, 1960, p. 328)
El apoyo a Castelli comenzaba a disminuir en la población realista y criolla, principalmente por el buen trato dado a los indios y la actitud hostil que el secretario de Castelli, Bernardo Monteagudo, tenía hacia la Iglesiapor su postura contraria a la independencia, actitud que Castelli también hizo manifiesta en el Alto Perú. Tanto los realistas de Lima como los saavedristas en Buenos Aires los comparaban a ambos con Maximilien Robespierre. El Deán Funes los consideraba «esbirros del sistema robesperriano de la Revolución francesa».
Por su parte, en Buenos Aires, Moreno ya había sido alejado de la Junta, que con la incorporación de los diputados del interior se transformó en la Junta Grande. Sin que Castelli estuviera en Buenos Aires para mediar entre ellos, las disputas entre morenistas y saavedristas habían recrudecido. La Junta le reclamaba a Castelli que moderara sus acciones, pero este siguió adelante con las posturas que compartía con Moreno. Varios oficiales saavedristas —entre ellos José María Echaurri, José León Domínguez, Matías Balbastro, el padre capellán Manuel Antonio Azcurra y el sargento mayor Toribio de Luzuriaga— planearon secuestrar a Castelli y también a Balcarce, remitirlos a Buenos Aires para juzgarlos y otorgar el mando del Ejército del Norte a Juan José Viamonte. Sin embargo, el propio Viamonte no se prestó a dicho plan cuando le fue informado por los complotados y no llegó a ejecutarse.
Les escribió a Vieytes, Rodríguez Peña, Juan Larrea y Miguel de Azcuénaga solicitándoles que viajasen al Alto Perú y que —tras la derrota de Goyeneche— marcharían sobre Buenos Aires, pero la carta —enviada por el servicio de postas— fue interceptada por el jefe de correos de Córdoba, José de Paz, que la envió a Saavedra.
La orden de la Junta de no avanzar sobre el Virreinato del Perú produjo un armisticio de hecho, que duraría mientras Manuel de Goyeneche no atacase. Juan José Castelli procuró convertir la situación en un acuerdo formal, lo cual implicaría el reconocimiento de la Junta como un interlocutor legítimo. Goyeneche aceptó firmar un armisticio por 40 días, hasta que Lima se expidiera y utilizó ese tiempo para reforzarse. El 19 de junio, con dicha tregua aún en vigencia, una avanzada realista atacó y derrotó a las posiciones patriotas en Juraicoragua (también llamada batalla del Desaguadero). Castelli declaró roto el armisticio.
El ejército realista cruzó el río Desaguadero el 20 de junio de 1811, iniciando la batalla de Huaqui. El Ejército del Norte aguardaba cerca de Huaqui, entre la pampa de Azapanal y el lago Titicaca. El flanco izquierdo patriota, comandado por el bravo Eustoquio Díaz Vélez, afrontó el grueso de las fuerzas realistas, mientras que el centro fue arrollado por los soldados del realista Pío Tristán. Viamonte no envió refuerzos; muchos soldados patriotas reclutados en el Alto Perú se rindieron o huyeron y otros de los reclutados en La Paz cambiaron de bando en plena batalla.
Aunque las bajas del Ejército Auxiliador no fueron sustanciales, este se dejó ganar por el terror y se desbandó. Los habitantes del Alto Perú abandonaron a los revolucionarios y abrieron las puertas de sus ciudades a los realistas, de modo que el ejército tuvo que abandonar rápidamente las provincias altoperuanas.
Si la persecución no fue un desastre y los invasores no atacaron rápidamente las provincias del Río de la Plata, fue por la heroica resistencia de Cochabamba. Castelli llegó hasta la Posta de Quirbe el 26 de agosto de 1811, y allí recibió órdenes de bajar hacia Buenos Aires para su enjuiciamiento. Sin embargo, cuando se enteró de tales órdenes, ya habían sido reemplazadas por otras: Castelli debía quedar confinado en Catamarca, mientras el propio Saavedra se haría cargo del ejército del Norte. Pero poco después de abandonar Buenos Aires, Saavedra fue depuesto en su cargo y confinado a San Juan mientras el Primer Triunvirato asumía el gobierno, reemplazando a la Junta Grande. Castelli fue nuevamente requerido en Buenos Aires.
Una vez en Buenos Aires, Juan José Castelli quedó en una situación de soledad política. El Triunvirato y el periódico la Gazeta de Buenos Aires lo acusaban de la derrota en Huaqui y buscaron realizar un castigo ejemplificador, mientras que el antiguo partido de la independencia se encontraba dividido entre quienes se habían unido a las corrientes del Triunvirato y quienes ya no gozaban de poder efectivo.
El juicio tardó en iniciarse, por lo que en enero de 1812 reclamó que se realizara con rapidez. Dos semanas después recusó al juez Echeverría, antiguo abogado de Liniers. Por ese entonces supo que padecía un cáncer de lengua, que le dificultaba progresivamente el habla.
El proceso no dejaba en claro si era un juicio político o un juicio militar, ni cuál era la acusación exacta sobre Castelli. Las preguntas formuladas no analizaban sólo su responsabilidad en la derrota de Huaqui, sino también otros temas como si «mantuvo trato carnal con mujeres, se entregó al vicio de bebidas fuertes o al juego». Bernardo de Monteagudo fue el principal defensor de Castelli. Nicolás Rodríguez Peña también lo defendió:
Castelli no era feroz ni cruel. Castelli obraba así porque así estábamos comprometidos a obrar todos. Cualquier otro, debiéndole a la patria lo que nos habíamos comprometido a darle, habría obrado como él... Repróchennos ustedes que no han pasado por las mismas necesidades... Que fuimos crueles. ¡Vaya con el cargo! Mientras tanto, ahí tienen ustedes una patria que no está ya en el compromiso de serlo. La salvamos como creímos que había que salvarla... nosotros no vimos ni creímos que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos. Arrójennos la culpa a la cara y gocen los resultados... nosotros seremos los verdugos, sean ustedes los hombres libres.
Nicolás Rodríguez Peña
Afectado por un cáncer de lengua, Castelli falleció el 12 de octubre de 1812, con el juicio aún abierto. Momentos antes de su deceso pidió papel y lápiz, y escribió
Si ves al futuro, dile que no venga.
Tuvo un pequeño y modesto entierro en la iglesia de San Ignacio, en la ciudad de Buenos Aires, sin honras oficiales.
Tras su muerte, la viuda María Rosa Lynch debió vender su chacra para pagar deudas y pasó años reclamando los sueldos impagos a su difunto esposo. Dicha suma ascendía a 3378 pesos, que se terminaron de pagar 13 años después. La causa abierta en su contra jamás fue sentenciada.
Una de las características que se suelen destacar de Juan José Castelli son sus capacidades de oratoria y se lo suele conocer como «el Orador de Mayo» o «el Orador de la Revolución».
En la novela La revolución es un sueño eterno, de Andres Rivera, un Castelli que recuerda los días en que lo nombraron «orador de la revolución», vive sus últimos días con un cáncer que le lacera la lengua. El personaje de Castelli escribe en su cuaderno de tapas rojas sus recuerdos de la revolución, sus discusiones con revolucionarios y traidores, siempre desde la tristeza de ver peligrar la revolución y el proyecto de país que había gestado junto con Moreno, Belgrano y Monteagudo. El siguiente es un fragmento que muestra una forma particular de acercamiento a la historia de Castelli y la Revolución de Mayo:
Castelli sabe, ahora, que habló por los que no lo escucharon, y por los otros, que no conoció, y que murieron por haberlo escuchado. Castelli sabe, ahora, que el poder no se deshace con un desplante de orillero. Y que los sueños que omiten la sangre son de inasible belleza.
Tres localidades argentinas, ubicadas en las provincias de Chaco, Buenos Aires y La Rioja, recuerdan al orador de Mayo.
Muchas localidades lo honran con el nombre de sus calles y plazas. Cabe destacar que la calle Castelli de Buenos Aires no parece guardar proporción con la importancia histórica del homenajeado, ya que tiene apenas cuatro cuadras de longitud. Empero los porteños también honran su memoria con un monumento levantado en la Plaza Constitución.