Se calculaba que el Gran Bretaña que había hecho tan importantes inversiones en la Argentina no podía dejarla caer en una crisis extrema, pues con ella también sufrirían sus inversiones; además cualquier convulsión política o social haría peligrar los grandes intereses que hacían de la Argentina una especie de dominio británico larvado; una eventual medida con respecto al sistema monetario y bancario acarrearía perjuicios para el capital inglés.
En septiembre de 1932 el embajador en Londres, Malbrán, por encargo del gobierno, pidió al gobernador del Banco de Inglaterra el envío de un experto para estudiar las posibles reformas del sistema monetario y bancario; el embajador comunicó al ministro Hueyo que el Banco de Inglaterra "anhelaba estar en alguna forma vinculado con el Banco central que se crease en la Argentina y estaba dispuesto a enviar todos los expertos que el gobierno argentino deseara".
También el Banco de la Nación se dirigió por su parte al de Inglaterra, por inspiración gubernativa, para que enviase a uno de sus directores o al funcionario que juzgase indicado por su capacidad y pericia a fin de que, acompañado del personal técnico necesario, viniese al país y estudiase los asuntos bancarios y monetarios. De esa manera testimoniaba el gobierno de Justo su deseo de asegurar la colaboración y el apoyo de Gran Bretaña.
El Banco de Inglaterra designó a uno de sus directores, sir Otto Niemeyer, que viajó a Buenos Aires con un proyecto de Banco Central como los que funcionaban en los dominios británicos. El Banco de la Nación pidió a uno de sus abogados consultores, Carlos Ibarguren, un informe sobre el proyecto de Niemeyer, y el consultado emitió su dictamen en abril de 1933.
Platos demasiado adobados para Juan Pueblo; caricatura de Valdivia. En Caras y Caretas.
Ibarguren objetó el proyecto Niemeyer diciendo que "el Banco de la Nación era el banco del Estado, hecho, no para lucrar, sino para fomentar la producción y el comercio del país, y que en la intensa crisis que azotaba al mundo y a nuestra patria, este establecimiento era el apoyo que tenía la Argentina y que había evitado una catástrofe bancaria, comercial e industrial; que el propio señor Niemeyer, en su informe, había anotado que ningún país que sufre fluctuaciones naturales tan acentuadas como la Argentina puede soportar un ajuste automático tan directo y rígido entre la cantidad de medio circulante y el balance de pagos externos, y cuando esta correlación llega a ser demasiado rígida, el engranaje se rompe por su propia falta de elasticidad; y agregaba el señor Niemeyer que esta ausencia absoluta de elasticidad del sistema monetario argentino había sido compensada en gran parte por el Banco de la Nación Argentina. Por mi parte —agregaba Ibarguren— sostuve en mi dictamen que si el Banco de la Nación, sin los medios ni la legislación adecuados para funcionar como regulador de la circulación, había suplido y suplía con su acción eficiente, mediante el redescuento, la falta de elasticidad necesaria, y si atenuó los males de la inflación y, más tarde, los de la rápida deflación, si esta entidad desempeñó funciones de un banco central de reserva sin la estructura pertinente, lo lógico era investirlo de esa función, organizando adecuadamente un departamento especial, en vez de crear un banco nuevo, como el propuesto por el señor Niemeyer, que no era parte integrante del Estado, banco basado en planes ajenos a nuestro medio y que era fruto de visiones extranjeras en la organización de su gobierno. Señalé —agregó---- el peligro que traía consigo el banco del señor Niemeyer —que se convirtió más tarde en Banco Central Argentino— de delegar en una sociedad por acciones, en la que el Estado no tenía eficaz participación ni fiscalización, la soberanía económica de la República y anotaba el riesgo de que la asamblea de accionistas, constituida en su mayoría por bancos extranjeros, fuese manejada por entidades que sólo miran el interés propio,y que el gobierno económico del país dirigido por extraños al Estado, sufriese la influencia foránea representada por los intereses de la mayoría de la banca extranjera. Y concluía afirmando que no era conveniente en materia tan trascendental, implantar instituciones elaboradas en Inglaterra, sin tener en cuenta la vida y las peculiaridades de nuestro país, y que si bien ellas pueden aplicarse con éxito en una colonia del imperio británico,chocan con la independencia, la idiosincrasia y la estructura institucional argentinas".
Enrique S. Pérez, presidente del Banco Hipotecario Nacional y Jorge A. Santamarina, presidente del Banco de la Nación Argentina, caricatura de Alvarez. En Caras Caretas.
Se refleja en esa posición el nacionalismo surgido en algunas minorías a raíz de la revolución de septiembre de 1930, en el afán de independizar al país de toda influencia o tutela foráneas, también en lo económico y financiero, pasando por alto la ausencia de las condiciones propias para esa autonomía en un mundo de interdependencia industrial, comercial, financiera. El ex ministro de hacienda de Uriburu, Enrique Uriburu, decía por entonces, en 1933: "El imperialismo tiene dos formas: una es la anexión pura y simple, el imperialismo por kilómetro cuadrado. La otra es la colocación e infiltración de capitales, su empleo en la producción, transportes, servicios públicos y luego un banco que corona el edificio con su bandera ajena. Uno de los ejemplos más claros de esta forma económica es nuestro país. Nosotros no vendemos trigo y carne como cree la gente. Vendemos un compuesto de intereses, fletes y amortizaciones. Las estadísticas de la comisión de cambios son de una gran claridad a este respecto. Deben tenerlas los argentinos muy presentes. Nuestra cosecha es la masa de un concurso".
Pero la Argentina que aspiraba a esa autonomía no se hallaba en condiciones para afirmarla sin una previa transformación de su infraestructura económica, que seguía siendo la de productora de materias primas para la exportación a un mercado que se había contraído o cerrado para ellas.
Otto Niemeyer a su llegada a Buenos Aires, 1933. En La Nación