Cuando el suelo dispone de agua, la vegetación crea un ambiente húmedo poco propicio a la propagación del fuego. Por el contrario, después de largas épocas de sequía, el mismo tipo de vegetación puede arder con gran facilidad. Si bien existen diferencias en la combustibilidad de distintos tipos de vegetación, parece ser que las condiciones climáticas extremas son más determinantes a la hora de producir incendios.
Aun en las condiciones más desfavorables, los incendios no se producen sin una llama inicial. De forma natural, pueden comenzar por la acción de los rayos, sobre todo en las tormentas secas. El porcentaje de fuegos originados por esta causa no suele superar el 10%; los restantes son atribuibles a la acción humana.
En los incendios de cierta intensidad arde toda la biomasa aérea y se producen temperaturas que pueden superar los 1.000 °C. Sin embargo, como el suelo es muy mal conductor del calor, a unos pocos centímetros bajo la superficie las temperaturas no sobrepasan los 40-50 °C. Esto implica que las raíces y los rizomas de las plantas resultan poco afectados por la acción del fuego.
Respecto a la fauna, está claro que solo sobrevivirán las especies que puedan desplazarse con rapidez a ciertas distancias. Con la combustión de la biomasa se produce un aporte de dióxido de carbono a la atmósfera, que puede ser grave cuando arden grandes extensiones de bosque. Además se produce una pérdida de nitrógeno que se volatiliza, y que también puede resultar significativa.
Incendio en los bosques
El aspecto de los bosques después de un incendio es desolador. Se tiene la impresión de que ha desaparecido todo el ecosistema.
El aspecto más preocupante de los incendios forestales es que hacen que el suelo quede completamente al descubierto.
Como la mayor parte de los incendios se producen en verano, las lluvias otoñales, sobre todo si son torrenciales, encuentran los suelos desnudos y pueden ocasionar pérdidas importantes por erosión. Por esta razón está muy extendida la creencia de que los incendios conducen a la desertización del territorio, es decir, a pérdidas de la capacidad de producción de los suelos.
Recientemente se ha visto que las primeras lluvias otoñales después de incendios se infiltran bien y apenas producen sedimentos.
Ahora bien, el efecto de la lluvia al caer directamente sobre el suelo origina la formación de una película poco permeable formada por partículas arcillosas movilizadas con las salpicaduras. Esta pérdida de capacidad de infiltración depende mucho del volumen e intensidad de las precipitaciones y puede tardar en producirse algunos meses.
Si se tiene en cuenta, además, que no es raro que la vegetación se regenere con recubrimientos próximos al 50% en unos seis meses, el efecto desertizador de los incendios puede no ser tan grande como se pensaba.
Aunque cada vez se gana eficacia en la prevención y extinción de estos incendios, resulta preocupante no observar una tendencia a la disminución de su número.
La evaluación económica de las pérdidas originadas por los incendios tiene en cuenta lo que representa la desaparición del bosque, los efectos que puede acarrear en el medio circundante y, por supuesto, los daños ocasionados en casas, granjas e industrias.
En los últimos treinta años han proliferado las urbanizaciones construidas en el interior de bosques que cada vez más sufren las consecuencias de los incendios.
Algunos efectos de los incendios son difícilmente valorables, porque, por ejemplo, hay muchas zonas rurales de montaña que tienen bosques poco productivos, pero con un gran valor paisajístico que resulta atractivo para los visitantes.
Un incendio de gran magnitud puede dañar gravemente el equilibrio socioeconómico.
Incorporación de los helicópteros en la lucha contra incendios forestales, Helicóptero recogiendo agua de un embalse para apagar un incendio.