La casa de San Martín en Grand Bourg era frecuentada por todos los argentinos y americanos que querían. Juan Bautista Alberdi lo conoció en París en 1843 y así narró su primera impresión:
"París, 14 de Septiembre de 1843. El primero de septiembre, a eso de las 11 de la mañana, estaba yo en casa de mi amigo el señor D. Manuel J. de Guerrico, con quien debíamos asistir al entierro de una hija del señor Ochoa (poeta español) en el cementerio de Montmartre. Yo me ocupaba, en tanto que esperábamos la hora de la partida, de la lectura de una traducción de Lamartine, cuando Guerrico se levantó exclamando: "¡El general San Martín!" "Me paré lleno de agradable sorpresa, a ver la gran celebridad americana que tanto ansiaba conocer. Mis ojos clavados en la puerta por donde debía entrar, esperaban con impaciencia el momento de su aparición. Entró por fin, con su sombrero en la mano, con la modestia y apocamiento de un hombre común. ¡Que diferente le hallé del tipo que yo me había formado, oyendo las descripciones hiperbólicas que me habían hecho de él sus admiradores en América! Por ejemplo: Yo le esperaba más alto, y no es sino un poco más alto que los hombres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como tantas veces me lo habían pintado; y no es más que un hombre de color moreno, de los temperamentos biliosos. Yo le suponía grueso, y sin embargo de que lo está más que cuando hacía la guerra en América, me ha parecido más bien delgado; yo creía que su aspecto y porte debían tener algo de grave y solemne; pero lo hallé vivo y fácil en sus ademanes, y su marcha, aunque grave, desnuda de todo viso de afectación. Me llamó la atención su metal de voz, notablemente gruesa y varonil. Habla sin la menor afectación, con toda la llaneza de un hombre común. Al ver el modo cómo se considera él mismo, se diría que este hombre no había hecho nada de notable en el mundo, porque parece que él es el primero en creerlo así. Yo había oído que su salud padecía mucho, pero quedé sorprendido al verle más joven y más ágil que todos cuantos generales he conocido..."
Juan Bautista Alberdi
Juan Bautista Alberdi conocía a San Martín sólo por su fama y por testimonios de terceros. Escritor incansable y talentoso, dejó este relato de su encuentro con San Martín. El texto evidencia lo muy informado que estaba Alberdi de las polémicas que lo envolvían y de la actitud del general al respecto. Pero sin dudas el rasgo que más lo impacta es la modestia del autor de tantas hazañas y su cerrada negativa a hacer alarde de ellas y a recibir honores.
La visita al libertador fue también para Alberdi la ocasión de viajar por primera vez en ferrocarril –de París a Grand Bourg, a la casa de San Martín-, experiencia de la que deja una pintoresca descripción.
Posteriormente, Alberdi lo visitó en su casa de Grand Bourg:
"Yo había sido invitado por el excelente hijo político del General San Martín, el señor Don Mariano Balcarce a pasar un día en su casa de campo en Grand Bourg, como a seis leguas y media de París. Este paseo debía ser para mí tanto más ameno cuanto que debía hacerlo por el camino de hierro (por tren), en que nunca había andado. A las once del día señalado, nos trasladamos con mi amigo el señor Guerrico al establecimiento de carruajes de vapor de la línea de Orleans, detrás del Jardín de Plantas. El convoy, que debía partir pocos momentos después, se componía de 25 a 30 carruajes de tres categorías. Acomodadas las 800 a 1000 personas que hacían el viaje, se oyó un silbido que era la señal preventiva del momento de partir. Un silencio profundo le sucedió, y el formidable convoy se puso en movimiento apenas se hizo oír el eco de la campana que es la señal de partida. En los primeros instantes, la velocidad no es mayor que la de los carros ordinarios, pero la extraordinaria rapidez, que ha dado a este sistema de locomoción la celebridad de que goza, no tarda en aparecer.
El movimiento entonces es insensible, a tal punto, que uno puede conducirse en el coche como si se hallase en su propia habitación. Los árboles y edificios que se encuentran en el borde del camino, parecen pasar por delante de la ventana del carruaje con la prontitud del relámpago, formando un soplo parecido al de la bala.
A eso de la una de la tarde, se detuvo el convoy en Ris; de allí a la casa del general San Martín hay una media hora, que anduvimos en un carruaje enviado en busca nuestra por el señor Balcarce. La casa del general San Martín está circundada de calles estériles y tristes que forman los muros de las heredades vecinas. Se compone de un área de terreno igual, con poca diferencia, a una cuadra cuadrada nuestra. El edificio es de un solo cuerpo y dos pisos altos. Sus paredes blanqueadas con esmero, contrastan con el negro de la pizarra que cubre el techo, de forma irregular. Una hermosa acacia blanca da su sombra al alegre patio de la habitación. El terreno que forma el resto de la posesión, está cultivado con esmero y gusto exquisito; no hay un punto en que no se alce una planta estimable o un árbol frutal. Dalias de mil colores, con una profusión extraordinaria, llenan de alegría aquel recinto delicioso. Todo en el interior de la casa respira orden, conveniencia y buen tono. La digna hija del general San Martín, la señora Balcarce, cuya fisonomía recuerda con mucha vivacidad a la del padre, es la que ha sabido dar a la distribución doméstica de aquella casa, el buen tono que distingue su esmerada educación. El general ocupa las habitaciones altas que miran al norte. He visitado su gabinete lleno de la sencillez y método de un filósofo. Allí, en un ángulo de la habitación, descansaba impasible, colgada al muro, la gloriosa espada que cambió un día la faz de la América Occidental. Tuve el placer de tocarla y verla a mi gusto; es excesivamente curva, algo corta, el puño sin guarnición; en una palabra, de la forma denominada vulgarmente moruna. Está admirablemente conservada; sus grandes virolas son amarillas, labradas, y la vaina que la sostiene es de un cuero negro graneado semejante al del jabalí. La hoja es blanca enteramente, sin pavón ni ornamento alguno. A su lado estaban también las pistolas grandes, inglesas, con que nuestro guerrero hizo la campaña del Pacífico.
"Vista la espada, se venía naturalmente el deseo de conocer el trofeo con ella conquistado. Tuve, pues, el gusto de examinar muy despacio, el famoso estandarte de Pizarro, que el Cabildo de Lima regaló al general San Martín en remuneración de sus brillantes hechos. Abierto completamente sobre el piso del salón, le vi en todas sus partes y dimensiones. Es como de nueve cuartas nuestras de largo y su ancho como de siete cuartas. El fleco de seda y oro ha desaparecido casi totalmente. Se puede decir que del estandarte primitivo se conservan apenas algunos fragmentos adheridos con esmero a un fondo de seda amarillo. El pedazo más grande es el del centro, especie de chapón, donde sin duda estaba el escudo de armas de España, y en que hoy no se ve sino un tejido azul confuso y sin idea ni pensamiento inteligible. Sobre el fondo amarillo o caña del actual estandarte, se ven diferentes letreros, hechos con tinta negra, en que se manifiestan las diferentes ocasiones en que ha sido sacado a las procesiones solemnes por los alférez reales que allí mismo se mencionan "¿Quién, sino el general San Martín, debía poseer este brillante gaje de una denominación que había abatido con su espada? Se puede decir con verdad que el general San Martín es el vencedor de Pizarro: ¿a quién, pues, mejor que al vencedor, tocaba la bandera del vencido? La envolvió a su espada y se retiró a la vida oscura, dejando a su gran colega de Colombia la gloria de concluir la obra que él había casi llevado hasta su fin..."