Hubo la famosa cuestión de la cinta colorada, asunto que quizá refleja mejor que nada la incomprensión mostrada por Urquiza hacia Buenos Aires y el momento político.
Hechos en el fondo intrascendentes adquirieron la magnitud de verdaderos atentados y produjeron disgusto y alarma en la opinión porteña, difundiendo una sensación de inseguridad acerca del porvenir. Fue recibida con agrado la acción. destinada a asegurar el orden después de Caseros y a afirmación de la libertad de prensa, la abolición de la pena de muerte por delitos políticos, la supresión del arma tiránica de la confiscación de bienes, la proclamación del derecho de tránsito, la supresión de las trabas a la libre navegación de los ríos; pero produjeron comentarios de desaprobación y de inquietud algunos fusilamientos después de la victoria, como el de Martiniano Chilavert, el de los soldados que integraban la división que dio muerte en El Espinillo al coronel Aquino, aparte de las ejecuciones sumarias de los saqueadores sin forma de proceso alguno. Fueron enviados a Entre Ríos fuerzas y armamentos de los que Buenos Aires se sintió despojada; y se restituyeron a Rosas por orden de Urquiza los bienes que había confiscado el gobierno provisional de Buenos Aires.
Pero lo que se convirtió en conmoción y en alarma fue el restablecimiento del "cintillo punzó", el símbolo visible de la tiranía depuesta, aunque sin la leyenda contra los salvajes unitarios.
Urquiza no había recibido en la provincia de Buenos Aires muestras de adhesión cuando penetró en su territorio al frente del ejército aliado; temió que en las otras provincias se le juzgase antifederal y que resistieran a sus aspiraciones. En una proclama hizo ostentación de sus sentimientos federales y atacó a los "salvajes unitarios", haciendo una apología del cintillo punzó y restableciendo su uso. Quiso así congraciarse con la masa federal predominante y respetar sus sentimientos. Juzgó que el cintillo punzó "no debía su origen al dictador Rosas, sino a la espontánea adopción de los pueblos de la república, y que, significando la grande alianza y confraternidad argentinas, está santificado por mil, combates gloriosos para los que lo llevan, y que no ha mucho los bravos del ejército coaligados ostentaban en Caseros con noble orgullo entre el polvo y el estruendo de los cañones".
Se olvidaba así Urquiza del programa anunciado que proponía la fusión de los partidos y el olvido del pasado cuando anatematizaba a los unitarios con la consigna consagrada en los veinte arios de tiranía. Rumores inquietantes se esparcieron en todos los ambientes; los inci-dentes y violencias entre los corifeos de la dictadura y la población que buscaba otros horizontes se multiplicaban. En toda reunión, en todo club, entre los jóvenes, las censuras y las diatribas eran pasto cotidiano. La prensa echaba leña al fuego; los periódicos que surgían para denunciar el peligro de retorno a la tiranía eran cada día más numerosos y en cambio no aparecían hojas que promovieran la defensa de Urquiza. Hasta se pensó en el asesinato del libertador y se confabularon conspiradores para ejecutar el atentado.
Valentín Alsina, ministro de gobierno, fue llamado a Palermo y Urquiza le invitó a usar el cintillo simbólico. Alsina se rehusó con energía y hubo cambio de palabras en tono subido. El ministro anunció que abandonaría su cargo antes que firmar un decreto restableciendo el cintillo punzó. Al fin se convino en dejar a cada cual la libertad de llevarlo o no. Pero Urquiza persistió teso-neramente en su uso y no disimulaba su disgusto ante los que resistían a sus deseos.
Urquiza perdió la paciencia y se desató en expresiones contra los díscolos, enemigos de todo lo que está fuera del estrecho círculo de sus ideas. "Hoy mismo asoman la cabeza y después de tantos desengaños, de tantas lágrimas y sangre se empeñan en hacerse acreedores al renombre odioso de salvajes unitarios, y con inaudita impavidez reclaman la herencia de una revolución que no les pertenece, de una victoria en que no han tenido parte, de una patria cuyo sosiego perturbaron, cuya independencia comprometieron, y cuya libertad sacrificaron con su ambición y anárquica conducta".
Sarmiento fue el primero que manifestó crudamente su decepción y Urquiza lo trató desdeñosamente. En previsión de lo que podía ocurrir, diez días después de Caseros el sanjuanino abandonó el país para continuar desde el extranjero su campaña.
Por aquellos días fue llamado Mitre a Palermo y Urquiza le comunicó que había dispuesto su designación como coronel de artillería de Buenos Aires. Pero en resumidas cuentas, aunque el libertador había exhortado a la fusión y al olvido, no ocultaba sus preferencias por los federales, sus antiguos compañeros, que asistían a sus consejos y ocupaban altos cargos y posiciones influyentes.
La fusión era la aspiración íntima, el deseo de todos; sin ella no habría organización del país en la línea de la integridad y la unidad nacionales; sólo que esa aspiración no era fácil trasferirla a los hechos cotidianos; el antagonismo militante de las facciones, reavivado por la vuelta de los proscriptos, estaba demasiado vivo para ignorarlo y para sobreponerse a él.
Un hecho incidental y secundario en sí, el cintillo punzó, fue el reactivo para una efervescencia extraordinaria; hasta los que tenían íntimamente reservas se vieron desbordados y se acrecentó la resistencia abierta a Urquiza.
El gobierno se vio impulsado a pedir a la legislatura medidas para poner límites a los excesos de la prensa. Mitre y Esteves Sagui presentaron proyectos que, sin trabar la libertad de imprenta, limitaban sus desbordes. Periódicos que sobrepasaron los límites de la prudencia, fueron clausurados.
El ejército Victorioso acampaba en Palermo todavía- y para Urquiza habría sido muy simple imponer su voluntad con ese concurso; pero la campaña militar había terminado y la que ahora correspondía era más obra de estadista que de militar. Por eso su acción habría podido ser más eficiente desde lejos, desde su provincia y con su prestigio intacto, que desde el ambiente pasional de Buenos Aires.