Nadie podía disputar a Urquiza el primer puesto en la consideración del país y de las naciones vecinas al día siguiente de la victoria de Caseros. Lo mismo que en Montevideo, no quiso reconocer en Buenos Aires vencedores ni vencidos y pidió el acatamiento de los hechos consumados y el olvido del pasado, la fusión de los partidos adversos y la confraternidad para llegar a la organización del país bajo el sistema federal, con el respaldo de todas las fuerzas sociales.
Veinte años de rosismo, sin ninguna práctica en el ejercicio de la opinión por cauces democráticos, no habían transcurrido en vano y para muchos no fue claro el nuevo panorama.
Hacía años que Urquiza se había colocado frente a la tiranía de Rosas; pero esa evolución del caudillo entrerriano no era conocida por la opinión general del país; su aspiración íntima estaba en pugna con su conducta pública y buscaba la oportunidad para mostrar hacia afuera lo que era ya por dentro. Con ese fin organizó pacientemente la guerra contra la dictadura, y en ese plan meditado y previsor estaba ya el estadista, el constructor político; a sus merecimientos militares bien probados, debía agregar muestras de su capacidad para llegar a la unificación del país escindido y desorganizado durante tantos años.
Federal activo y combatiente en numerosas batallas, tomó por misión la unión de federales y unitarios, su acercamiento después de dos decenios de lucha y de sangre, y la superación de las viejas disputas.
Respecto al sistema de gobierno a implantar no había ya mayores divergencias; a través de los años se había manifestado una conciencia y una voluntad nacionales en uno y otro bando y se habían afirmado además en pactos preexistentes. Importaba ahora cumplir esos pactos, puesto que su máximo enemigo había desaparecido del escenario político. Urquiza quería que la constitución del país fuese emanación directa del sufragio nacional.
Después de la batalla de Caseros, en la que el Ejército Grande comandado por Justo José de Urquiza venció al gobernador de la provincia de Buenos Aires, Rosas, Vicente López y Planes se puso bajo la protección del vencedor. Urquiza lo nombró gobernador de la provincia de Buenos Aires; nombró ministro de gobierno al jefe de los unitarios, Valentín Alsina. Sin permiso de la legislatura provincial, viajó a San Nicolás de los Arroyos, donde firmó el Acuerdo de San Nicolás, camino imprescindible para la sanción de una Constitución Nacional. Pero la legislatura, viendo que la convención convocada no era controlada por Buenos Aires, rechazó el Acuerdo. Cuando Vicente López —acompañado de su hijo— defendió ardorosamente la unión nacional, fue derrocado. Pero Urquiza intervino la provincia y repuso en el gobierno a López. Éste renunció definitivamente a fines de julio.
La noche del 3 al 4 de febrero de 1852. horas después de concluida la batalla de Caseros, fue de terror para Buenos Aires. Grupos de soldados del ejército de Rosas merodeaban por los suburbios seguidos por los criminales escapados de las cárceles y otros elementos de avería, derribando puertas, forzando los comercios robando, violando y matando a mansalva. Todo dentro de la mayor impunidad. En la mañana del día 4 el saqueo se había generalizado. Atacado un barrio, estos grupos de maleantes pasaban a otro y luego a otro, con una velocidad creciente. En la calle de la Federación (hoy Rivadavia) se cometieron muchas violencias.
El general Mansilla, encargado de la defensa de la ciudad, se había refugiado en el vapor francés Flambert y la ciudad quedó abandonada a su suerte. En la rada estaban anclados los barcos de guerra Centaur y Locust, británicos, con la insignia del almirante Henderson, los franceses Flamberty Gessendi, que enarbolaban el gallardete del almirante Lepredour, las corbetas españolas Luisa Femanda y Mazarredo, del comandante Román Topete, la corbeta estadounidense Jamestown al mando del capitán C. E. Engelhardt y el bergantín sardo Colombo al mando de comandante F. L. Cavagnaro. En Montevideo, por su gran calado, estaban las naves Conflict, británica, y Congress estadounidense.
A las tres de la madrugada del 4 de febrero, una comisión compuesta por el obispo de Aulón, Mariano José de Escalada, y Vicente López y Planes, Bernabé Escalada y José María Roxas, fue enviada al campamento de Urquiza para hacerle conocer la urgencia de una autoridad que restableciese el orden y pusiese límite a los saqueos de la soldadesca y del bajo fondo.
Urquiza respondió en el acto al pedido que se le hacía y encargó a Vicente López el gobierno provisional de la provincia. Vicente López dictó en seguida un bando haciendo saber que durante ocho días "todo individuo que se hallare por las calles robando y se le tomará in fraganti, será fusilado en el término de un cuarto de hora, y en el mismo lugar de la perpetración del delito".
El orden quedó pronto restablecido con la ayuda de tropas enviadas en auxilio de la ciudad. Como ocurre en tales casos, hay siempre un bajo fondo que hace su aparición dispuesto al saqueo y al delito.
En esta emergencia, los saqueadores eran dispersos de Caseros, a los que se unieron los presos de la cárcel pública establecida en el Cabildo, abandonados por sus guardianes dominados por el pánico lo mismo que los milicianos de Lucio Mansilla. Antes de que llegasen tropas de Urquiza para imponer el orden en la ciudad, los propios vecinos habían organizado una fuerza para enfrentar el vandalismo desatado.
De la nave en el puerto norteamericana Congress descendieron 140 infantes de marina junto con otras dotaciones extranjeras, y alguna tropa que envió Urquiza, se pudo reprimir a la soldadesca desenfrenada. En el Cabildo y en las calles fueron muertos quinientos saqueadores incluso algunas mujeres. En la noche del día 4 se capturo a setenta delincuentes y se los fusiló. En los días siguientes siguió la represión.
El general César Díaz, jefe de las fuerzas orientales, escribió en sus Memorias:
"A medida que se iban capturando se remitían a la casa de policía y allí eran inmediatamente pasados por las armas, sin más justificaciones de delito que la de haber sido aprehendidos llevando en las manos alhajas u otros objetos robados. Se ha calificado de bárbaro y sanguinario el expediente adoptado por el general Urquiza para contener el saqueo; pero no lo dudo, y ésta es la opinión que he oído generalmente en Buenos Aires, que sin una acción tan severa y oportuna, la ciudad entera habría sido devorada por el populacho".
Vicente López y Planes, el autor del himno nacional, patriota de la primera hora, cuyo prestigio personal no había sufrido a pesar de sus muchos años de actuación en la administración judicial de la dictadura, era un trozo de historia viva y se le respetaba en ambos bandos rivales. Fue una elección feliz la suya para simbolizar la transición de la tiranía a la concordia y a la labor común con las demás provincias, aunque tenía ya 67 años. Al comunicarle la designación, Urquiza le decía:
“...el general en jefe del ejército aliado, habiendo hecho desaparecer de la escena pública a don Juan Manuel de Rosas, quiere dejar al pueblo que oprimía en completa libertad para disponer de sus destinos"...
López nombró el 5 de febrero jefe de policía y comandante general de marina a Blas José Pico y José Matías Zapiola, respectivamente, septuagenarios ilustres, pero poco adecuados para las exigencias del momento.
El 13 del mismo mes constituyó su gabinete con Valentín Alsina en el ministerio de gobierno, José Benjamín Gorostiaga en hacienda, José Luis de la Peña, antiguo clérigo, en relaciones exteriores, y Manuel de Escalada en guerra y marina.