Felipe Varela Nacio en el pueblo de Huaycama, departamento Valle Viejo, provincia de Catamarca, el 11 de mayo de 1821 fue bautizado con el nombre de Juan Felipe por el Pbro. Francisco Jacobo de Acuña en la capilla de San Isidro, actual departamento Valle Viejo, provincia de Catamarca, el 9 de junio de 1822 de 1 año de edad, actuando como padrinos del futuro caudillo: Valentín Castro y una hermana del Pbro. Acuña, Juana Antonia Acuña. Era hijo del caudillo federal Javier Varela y de María Isabel Ruarte o Rubiano.
Era su padres el caudillo federal Javier Varela y de doña Isabel Rearte. Perteneció a una antigua y distinguida familia del valle catamarqueño. Un hermano del caudillo, Juan Manuel Varela, fue facultado por el gobernador Octaviano Navarro en marzo de 1857, para “ejercer la profesión de cirujano en la provincia” de Catamarca. Sus parientes han ocupado cargos públicos de responsabilidad en el ámbito lugareño y fuera de él. Varela pasó los primeros años de su vida con la tradicional familia Nieva y Castilla, del Hospicio de San Antonio de Piedra Blanca, de la cual era también pariente.
A los 21 años de edad asistió a la muerte de su padre en el combate librado el 8 de setiembre de 1840 sobre la margen derecha del Río del Valle, entre las fuerzas federales invasoras de Santiago del Estero y las unitarias de Catamarca.
Posteriormente se radicó en Guandacol, pueblito riojano recostado sobre la precordillera de los Andes. Allí se acogió al tutelaje del comandante Pedro Pascual Castillo, amigo de su padre, con quien visitaría esos lugares en sus frecuentes viajes con arrías de animales para Chile. Y allí, en Guandacol, poco después, formó su hogar con una hija de su protector, Trinidad Castillo. Se sabe que tuvo varios hijos, entre los que se cuentan Isora, Elvira, Bernarda y Javier. Con su padre político se dedicó, además, al engorde de hacienda para los mercados chilenos de Huayco y Copiapó. Esos continuos viajes y el trato con peones y pequeños ganaderos, le dieron un amplio conocimiento del paisano humilde de la región y de los vericuetos de la cordillera que cruzaría muchas veces. Y poco a poco, fue acrecentando su prestigio entre la peonada y la gente del campo.
No obstante su estirpe federal, luchó con su padre político en la Coalición del Norte contra Rosas, a las órdenes del caudillo Angel Vicente Peñaloza, quien se había plegado a esa causa por lealtad al gobernador riojano Tomás Brizuela, jefe de aquel movimiento. Pero vencida la resistencia norteña pasó con sus compañeros de infortunio a refugiarse en Chile. ¿Cuánto tiempo estuvo allí? No se sabe exactamente. Pero lo evidente es que en ese lapso logró gran predicamento.
Hasta hace poco se creía que Varela regresó al país recién después de la caída de Rosas, pero no es así. Documentos encontrados por el doctor Ernesto S. Zalazar, de Chilecito (La Rioja), y dados a conocer no hace mucho señalan que, por lo menos, en 1848 ya se encontraba en Guandacol. Por esos años el catamarqueño entró en amistad también con el coronel Tristán Benjamín Dávila, acaudalado vecino de Famatina. Dávila perteneció primero al partido unitario y después de Caseros se incorporó a los ideales de Urquiza, para pasarse, luego de Pavón, al mitrismo. Varela no sólo trabó amistad con el coronel Dávila, sino que se había asociado a sus negocios, entre ellos un molino harinero. Eran los tiempos en que catamarqueños y riojanos comercializaban prósperamente con Chile con arrías de mulas, venta de harina, aguardiente, vinos, algodón, y otros frutos de la región.
Ahora el catamarqueño está radicado en Copiapó y allí se quedará por algún tiempo. En octubre de 1855 figura en Vallenar (Chile), ostentando el grado de capitán de carabineros. Con otros oficiales argentinos, también emigrados, concurrió al asedio de La Serena, en defensa del gobierno chileno. Por su diligencia y coraje en la sofocación de la revuelta recibió un sable.
El escritor Francisco Centeno, que siendo niño conoció a Varela cuando éste tomó Salta, lo describe así en su obra Las Montoneras: “Varela era de estatura alta y bizarra; su faz fina, muy enjuto de carnes como todo criollo puro, criado sobre el caballo, alimentado eternamente de carne; usaba la barba sin pera, pero largas las patillas a la española, ya canosas, de pómulos sobresalientes y de ojos de mirar fuerte como ave de rapiña. Vestía pantalón-bombacha, chaquetilla militar con alamares y calzaba botas de caballería. Ancho sombrero de campo cubría su cabeza. Parecía representar la edad en que se ha pasado la mitad del término de la vida”. Y en otra parte expresa que “Varela no carecía de cierta gallardía militar”.
Al servicio de la Argentina
Al finalizar el año 1855, regresa nuevamente a nuestro país, y aparece revistando como teniente coronel en el Regimiento Nº 7 de caballería de línea que comandaba el coronel Baigorria, destacado a la sazón en Concepción de Río Cuarto.
Luego de firmado el tratado de La Banderita, el 20 de junio de 1862, entre el general Peñaloza y el coronel Baltar, representante este último del general Mitre, el Chacho vería con disgusto que otra vez su confiado espíritu gaucho lo había traicionado. Mitre no tenía intención alguna de convivir pacíficamente con provincias federales y menos aún con sus caudillos. Varela había alertado al Chacho de su excesiva buena fe, pero éste era hombre de palabra y no reaccionaría hasta confirmar la traición porteña. Por ese motivo vuelve a encomendarle a Varela la misión de recorrer Catamarca para recoger la opinión de sus lugartenientes y del paisanaje. Regresa a La Rioja y al poco tiempo aparece de nuevo en Catamarca cabalgando junto a los jefes montoneros Carlos Angel y Severo Chumbita, esta vez agitando por la revolución federal.
Finalmente, el 26 de marzo de 1863, el Chacho levanta su lanza y desgarra el aire riojano con un grito de guerra, que subirá los cerros, cruzará el desierto y estallará en el corazón de un pueblo que, como ayer con Quiroga, acudirá enamorado a la invitación insurreccional del caudillo.
Vencido Peñaloza en la batalla de Las Playas, Felipe Varela se exilia en Copiapó, Chile, desde noviembre de 1863. Ha quedado muy pobre y sin medios para reorganizar su ejército desintegrado. Pero las ganas de pelear siguen intactas, máxime cuando recibe la noticia del asesinato del Chaco. Por eso, haciendo un gasto imposible para sus exiguas arcas, envía desde Chile hasta Entre Ríos, una carta dirigida al general Urquiza. En ella, con un tono más directo y conminatorio que el usado para con Peñaloza, Varela indica a su jefe que todo el país clama para que “monte a caballo a libertar de nuevo la república… como único salvador de la patria y sus derechos todo habitante clava sus ojos en S. S.”, y por último le pide algunos fondos para formar “una bonita división”. Fiel a su política conciliadora, Urquiza archiva la carta sin responder.
También en Copiapó, recibe la noticia de los sucesos de la Banda Oriental, donde Venancio Flores, con el apoyo de Mitre y el Imperio del Brasil, se ha levantado contra el gobierno nacionalista “blanco” de Berro. El mariscal paraguayo Francisco Solano López sabía que, caída la Banda Oriental en manos brasileñas, le llegaría su turno de enfrentar a la potencia expansionista. Y no se equivocó, los acontecimientos de la Banda Oriental terminaron con la Guerra de la Triple Alianza, pisoteando los principios de la Unión Americana.
Desde Chile, Varela seguía con ansiedad los hechos, esperando una respuesta de Urquiza, sin saber que la historia golpearía su puerta llamándolo a convertirse en la voz y la lanza de los humildes, el último gran caudillo montonero. Allí se puso en contacto con la Unión Americana, a la que adhiere fervorosamente, integrándose al comité de dicha unión en Copiapó.
Varela, convencido de que Urquiza desenvainará por fin su espada para defender al Paraguay, monta su caballo y se dirige a Entre Ríos, completando la travesía en sólo catorce días. Al llegar, para su sorpresa, encuentra a Urquiza decidido a alinearse con Mitre contra el Paraguay. Al poco tiempo se produce el “desbande” de Basualdo, en donde las tropas de Urquiza se niegan a pelear y desertan. Muchos consideran como instigadores de este hecho a Felipe Varela y Ricardo López Jordán. El repudio hacia esa guerra fraticida es generalizado.
En 1866, Perú, Chile, Ecuador y Bolivia están en guerra contra España. Todo el pacífico es solidario con esta lucha. Mientras tanto, las naves españolas que se sumaban al ataque se abastecían sin dificultades en Buenos Aires y Montevideo, ante la indignación del resto de las repúblicas de América. Los primeros meses de 1866 encuentran a Varela en Chile, donde asiste al bombardeo de Valparaíso por parte de las fuerzas españolas. Esta experiencia fortalece aún más sus lazos con la Unión Americana. En febrero parte rumbo a Bolivia y poco después recala en Buenos Aires. Allí realiza contactos en busca de aliados para continuar la lucha contra el poder porteño. Es consciente de su escasez de recursos para tal empresa, por eso estrecha vínculos con chilenos y bolivianos a la vez que sigue confiando en Urquiza, quien, además es el único con los medios y el prestigio suficientes como para convocar al país y armar las huestes federales contra Mitre. Pero volverá a Chile con una última convicción: la revolución federal depende en gran medida de su protagonismo.
En noviembre de 1866 se produce en Mendoza la Revolución de los Colorados, que derrotó al gobierno de Melitón Arroyo. La revolución se expande. Tras la cordillera, Felipe Varela espera la oportunidad de comenzar el movimiento que ha venido proyectando desde hace dos años.
En Curupaytí, las tropas porteñas sufren un serio revés, festejado jubilosamente por los pueblos del interior que ya estaban en pie de guerra contra esas mismas fuerzas. En efecto, todo Cuyo y el Noroeste se halla en manos federales. Desde Chile, en diciembre de 1866, una poderosa voz se levanta sobre las altas cumbres, unificando todos los movimientos revolucionarios iniciados en los últimos meses: “¡Compatriotas a las armas!”. Por fin en enero, Varela se lanza a cruzar la cordillera. Tenía dos batallones bien equipados, tres cañones y una bandera en la que se leía: “¡Federación o Muerte!” ¡Viva la Unión Americana! ¡Viva el ilustre capitán general Urquiza! ¡Abajo los negreros traidores a la Patria!”
Pozo de Vargas
Felipe Varela dirigía y coordinaba desde La Rioja todos los movimientos revolucionarios. El 4 de marzo de 1867 sus tropas vencieron en la batalla de Tinogasta. Después de este combate, Varela, que se encontraba rumbo al Norte, contramarcha a La Rioja, donde se desencadenará la batalla de Pozo de Vargas. En esta acción, llevada a cabo el 10 de abril de 1867 las tropas federales son derrotadas por el general Antonino Taboada. Varela penetró en Catamarca y luego pasó a Salta, ocupando los valles Calchaquíes, obteniendo una victoria en Amaicha, el 29 de agosto, contra las tropas salteñas mandadas por el coronel Pedro José Frías. Este triunfo coloca a Varela como dueño de los valles, a la vez que origina un revuelo en la ciudad. El gobernador salteño Sixto Ovejero recriminó a Frías por la derrota atribuyéndola a su cobardía, mientras éste exageraba el número de enemigos para justificarse.
Salta bajo fuego
Cuando el gobierno salteño tuvo la noticia de que Varela avanzaba sobre la capital -8 de octubre- adoptó de inmediato las medidas para su defensa. Ovejero designó jefe de la plaza al general boliviano Nicanor Flores, afincado en la provincia. Se cavaron 14 trincheras, obras que quedaron concluidas el 9 de octubre, las mismas estaban emplazadas en el radio de una cuadra alrededor de la plaza. Eran de adobe y disponían de troneras para los fusiles y una central para los cañones. Las fuerzas totales eran de unos 300 soldados a los que se sumaron jóvenes voluntarios. Varela, que contaba con 800 hombres veteranos de una trajinada campaña, el día 9 sitió la ciudad. A primera hora del día siguiente intimó a Ovejero la rendición “en el término de dos horas”, pero éste la rechazó. Comenzó entonces la batalla de Salta. Los salteños se comportaron valientemente, rehabilitando su nombre del cobarde desempeño que tuvieron los defensores de los Valles. Pero al cabo de dos horas y media de lucha Varela quedó dueño de la ciudad. Victoria costosa y efímera para él pues apenas pudo ocupar la plaza durante una hora. Octaviano Navarro, con fuerzas superiores, estaba encima suyo. Ante esta situación inmediatamente inicia su movimiento hacia el norte toda la harapienta columna, sin pólvora, sin municiones pero con la dignidad del soldado, retirándose sin dejar de mirar de frente al enemigo.
Hacia Jujuy
Los soldados de Varela hacen noche en Castañares y luego se dirigen a Jujuy, dispuestos a tomarla a sangre y fuego, si era necesario, con el objeto de buscar en ella el elemento que le les faltaba: la pólvora, para regresar inmediatamente sobre las fuerzas enemigas, del general Navarro, y luego sobre las de Taboada. El gobernador Belaúnde, que contaba con fuerzas suficientes para repeler el ataque, abandonó la ciudad de Jujuy pretextando falta de municiones. Los soldados, entonces, solo efectuaron algunos disparos y huyeron rápidamente ante la presencia de las tropas federales. Así el 13 de octubre de 1867, la columna de Varela ingresa a la ciudad en perfecta formación sin disparar un solo tiro. Al no encontrar pólvora ni los elementos de guerra que necesitaba, nuevamente s e pone en marcha y la columna se dirige esta vez a La Tablada, con las fuerzas de Navarro pisándole los talones sin atreverse a atacarlo.
Arribo a Bolivia
Comienza noviembre en el altiplano. Una andrajosa columna que sólo conserva orgullosamente un par de cañoncitos llevados a tiro cruza la frontera boliviana. La cruzada federal ha terminado. Varela mira por última vez a sus hombres antes de licenciarlos. Estos heroicos gauchos han soportado incontables calamidades, han seguido a este hombre con una fidelidad admirable. No son muchos los casos como éste en nuestra historia, tampoco los caudillos como Felipe Varela. Con un abrazo despide a sus oficiales. La guerra ha terminado. Ahora es un exiliado, pero la esperanza no termina.
La columna llega a Tarija. El caudillo detiene por última vez lo que queda de su tropa, desmonta pesadamente y se dirige a Guayama; los rostros duros, que llevan en la curtida piel todo el sol, todo el viento de esta tierra, se miran fijamente. No hay palabras, un abrazo vigoroso despide a estos hombres, cientos de leguas han recorrido juntos combatiendo al “tirano de Buenos Aires”. Ya es tiempo del adiós.
Sin embargo Felipe Varela, aún a costa de su vida, quiere conjugar la teoría con la acción. Desde Potosí, el 1º de enero de 1868, redacta su famoso “Manifiesto a los Pueblos Americanos, sobre los Acontecimientos Políticos de la República Argentina, en los años de 1866 y 67”, donde resalta sus embestidas contra el centralismo porteño y, por ende, contra el gobierno de Bartolomé Mitre, al que acusa de no respetar la Constitución Nacional de 1853. “Combatiré hasta derramar mi última gota de sangre por mi bandera y los principios que ella ha simbolizado”, expresa el Quijote de los Andes, en una de sus tantas sentencias llenas de coraje y altruismo.
Una nueva embestida se inició con el fusilamiento del caudillo riojano Aurelio Zalazar, conductor también de montoneras. Varela, indignado, se lanzó nuevamente a la guerra contra el orden mitrista durante la Navidad de 1868. Fue definitivamente derrotado el 12 de enero de 1869 en Pastos Grandes. Con la derrota de Varela se cerró el último capítulo de la lucha contra el sistema económico liberal -y contra el orden mitrista, la cara política de dicho sistema- en el Interior.
Exilio y fallecimiento
Enfermo de tisis y carente de apoyo, Varela se refugió en Chile. El gobierno trasandino, poco amigo de dar albergue a un insurrecto reincidente, lo mantuvo brevemente en observación antes de permitirle asentarse en Copiapó. El 4 de junio de 1870 la enfermedad acabó con su vida. El gobierno catamarqueño repatrió sus restos, pese a la oposición del Ejecutivo nacional encabezado por Domingo Faustino Sarmiento.
En agosto de 2007, la legislatura de Catamarca solicitó al gobierno nacional el ascenso post-mortem del coronel Felipe Varela al grado de general de la Nación. En junio de 2012 fue ascendido post-mortem al grado de general de la Nación por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.