La revolución de Mayo encontró un clero criollo con relativa formación intelectual y espíritu rebelde; tuvo tropiezos a causa de la obstinación del obispo Lue, hombre de la vieja tradición colonial, que debió limitar su acción después de Mayo; murió en mayo de 1812 y el cabildo eclesiástico nombró vicario capitular a Diego Estanislao Zavaleta, a quien sucedió en enero de 1815 José Valentín Gómez.
El gobierno se sirvió del clero criollo para difundir los ideales de la revolución; la Gazeta se leía en los días festivos después de la misa y el Triunvirato invitó a que se rogase por la causa de la libertad. Personalidades como Domingo Victorio Achega, el deán Gregorio Funes, Pantaleón García, Miguel Calixto del Corro y muchos otros figuraron entre los portavoces eclesiásticos del movimiento revolucionario. Funes y Aguirre Texada dictaminaron sobre el patronato diciendo que era una regalía derivada de la soberanía y que residía por tanto en la Junta, pues ella era el gobierno. La Junta, el Triunvirato, el Directorio hicieron amplio uso del regalismo.
La Asamblea declaró en una ley de junio de 1813 que las Provincias del Río de la Plata eran independientes de toda autoridad eclesiástica existente fuera de su territorio y de nombramiento o presentación real.
Se prohibió que el nuncio apostólico, residente en España, ejerciese acto alguno de autoridad en las Provincias Unidas; y la Asamblea decidió que los obispos, reasumiendo sus primitivas facultades ordinarias, usaran de ellas plenamente en sus respectivas diócesis mientras durase la incomunicación con la Santa Sede. El fuero eclesiástico fue abolido.
Se fijó la edad de treinta años para profesar en las órdenes religiosas, aunque se hicieron después algunas excepciones. La Asamblea resolvió que los bienes pertenecientes a los establecimientos hospitalarios de las Provincias Unidas, que hasta allí se hallaban a cargo de las comunidades religiosas, pasasen en lo sucesivo a depender en su administración de manos seculares. También se estableció una especie de tolerancia religiosa para los extranjeros que llegasen a trabajar en las minas o fuesen dueños de ingenios.
En defensa de la revolución, decidió la Asamblea que fuesen removidos de sus empleos eclesiásticos, civiles y militares en la capital todos los españoles europeos que no hubiesen obtenido la carta de ciudadanía.