Cuando regresó a Buenos Aires, San Martín estaba muy preocupado por la educación de su hija. Debido a la enfermedad de su madre, Mercedes, estaba al cuidado de su abuela Tomasa. La permisividad con que la abuela criaba a la niña preocupó al Libertador, que en 1828 le confidencia a su amigo Manuel de Olazábal: "¡Que diablos!, la chicuela era muy voluntariosa e insubordinada, ya se ve, como educada por la abuela". Mientras navegan hacia Europa, se muestra tan severo que Merceditas "lo más del viaje lo pasó arrestada en el camarote". En Europa, el Libertador dedica la mayor parte de sus pocos bienes a su educación. Pero no solamente el dinero, sino, también, sus meditaciones. Así fue como redactó en 1825 las celebres once máximas. Con su dedicación y ejemplo, los resultados no tardaron en vislumbrarse; y de esta forma San Martín le escribió a Tomás Guido: "Cada día me felicito más de mi determinación de haber conducido mi chiquilla a Europa y arrancada del lado de doña Tomasa; esta amable señora, con el excesivo cariño que la tenía, me la había resabiado, -como dicen los paisanos- en términos que era un diablotín. La mutación que se ha operado es tan marcada como la que ha experimentado en figura. El inglés y el francés le son tan familiares como su propio idioma, y su adelanto en el dibujo y la música son sorprendentes. Ud. me dirá que un padre es un juez muy parcial para dar su opinión, sin embargo mis observaciones son hechas con todo el desprendimiento de un extraño, porque conozco que de un juicio equivocado pende el mal éxito de su educación." |