por Vicente Pérez Rosales
Tres días después de Chacabuco, San Martín hizo su entrada triunfal en Santiago. Los vencedores fueron agasajados con un baile de honor. Vicente Pérez Rosales, nieto del dueño de casa, describe como fue aquel baile en lo de su abuelo:
"Acabábase de proclamar a O'Higgins Supremo Director del Estado el memorable día 16 de febrero, y parecía tanto más justificada la alegría de los deudos de Rosales, cuanto que ya se sabía que el más apremiante afán de este bizarro jefe, era el de repatriar a los próceres chilenos confinados en Juan Fernández.
"Para que se vea cuán sencillas eran las costumbres de aquel entonces, voy a referir muy a la ligera lo que fue aquel mentado baile, que si hoy viéramos su imagen y semejanza, hasta lo calificaríamos de ridículo, si no se opusiera a ello el sagrado propósito a que debió su origen.
"Ocupaba la casa de mi abuelo el mismo sitio que ocupa ahora el palacio del héroe de Yungay, y contaba como todos los buenos edificios de Santiago, con sus dos patios que daban luz por ambos lados al cañón principal.
"Ambos patios se reunieron a los edificios por medio de toldos de campaña hechos con velas de embarcaciones, que para esto sólo trajeron de Valparaíso. Velas de buques también hicieron las veces de alfombrados sobre el áspero empedrado de aquellos improvisados salones. Colgáronse muchas militares arañas para el alumbrado, hechas con círculos concéntricos de bayonetas puntas abajo, en cuyos cubos se colocaron velones de sebo con moños de papel en la base para evitar chorreras. Arcos de arrayanes, espejos de todas formas y dimensiones, adornaron con profusión las paredes, y en los huecos de algunas puertas y ventanas se dispusieron alusivos transparentes debidos a la brocha-pincel del maestro Dueñas, profesor de Mena, quien, siendo el más aprovechado de sus discípulos, para pintar un árbol comenzaba por trazar en el lienzo, con una regla, una recta perpendicular, color de barro; cogía después una brocha bien empapada en pintura verde, embarraba con ella sobre el extremo de la recta, que él llamaba tronco, un trecho como del tamaño de una sandía, y si al palo aquel con cachiporra verde, no le ponía al pie, "este es un árbol", era porque el maestro no sabía escribir. Tras de dos grandes biombos, pintados también, se colocaron músicas en uno y otro patio, y se reservó una banda volante para que acudiese, como cuerpo de reserva, a los puntos donde más se necesitase. Pero lo que más llamó la atención de la capital, fue la estrepitosa idea de colocar en la calle, junto a la puerta principal de la entrada al sarao, una batería de piezas de montaña, que contestando a los brindis y a las alocuciones patrióticas del interior, no debía dejar vidrio parado en todas las ventanas de aquel barrio. Los salones interiores vestían el lujo de aquel tiempo, y profusión de enlazadas banderas daban al conjunto el armonioso aspecto que tan singular ornamentación requería.
"Ocupaba el cañón principal de aquel vasto y antiguo edificio una improvisada y larguísima mesa sobre cuyos manteles, de orillas añascadas, lucía su valor, junto con platos y fuentes de plata maciza que para esto sólo se desenterraron, la antigua y preciada loza de la China. Ninguno de los más selectos manjares de aquel tiempo dejó de tener su representante sobre aquel opíparo retablo, al cual servían de acompañamiento y de adorno, pavos con cabezas doradas y banderas en los picos; cochinillos rellenos con sus guapas naranjas en el hocico; y su colita coquetonamente ensortijada, jamones de Chiloé, almendrados de las monjas, coronillas, manjar blanco, huevos chimbos y mil otras golosinas, amén de muchas cuñitas de queso de Chanco, aceitunas sajadas con ají, cabezas de cebolla en escabeche, y otros combustibles cuyo incendio debería apagarse a fuerza de chacolí de Santiago, de asoleado de Concepción y de no pocos vinos peninsulares.
"Fue convenido que las señoras concurriesen coronadas de flores, y que ningún convidado dejase de llevar puesto un gorro frigio lacre con franjas de cintas bicolores azul y blanco.
"Excusado me parece decir cuál fue el estruendo que produjo en Santiago este alegre y para entonces suntuosísimo sarao. Dio principio con la canción nacional argentina entonada por todos los concurrentes a un mismo tiempo, y seguida después con una salva de veintiún cañonazos que no dejó casi sin estremecerse en todo el barrio. Siguió el minué, la contradanza, el rin o rin, bailes favoritos entonces, y en ellos lucían su juventud y gallardía el patrio bello sexo y aquella falange chileno-argentina de brillantes oficiales, quienes supieron conseguir, con sus heroicos hechos, el título para siempre honroso de Padres de la Patria.
"Jóvenes entonces y trocado el adusto ceño del guerrero por la amable sonrisa de la galantería, circulaban alegres por los salones aquellos héroes que supo improvisar el patriotismo, y que en ese momento no reconocían más jerarquías que las del verdadero mérito, ni más patria que el suelo americano. Allí el glorioso hijo de Yapeyú estrechaba con la misma efusión de fraternal contento la mano del esforzado teniente Lavalle, como la encallecida del temerario O'Higgins, y nadie averiguaba a qué nación pertenecían los orientales Martínez y Arellano, los argentinos Soler, Quintana, Beruti, Plaza, Frutos, Alvarado, Conde, Necochea, Zapiola, Melián, los chilenos Centeno, Calderón, Freire; los europeos Paroissien, Arcos y Cramer, y tantos otros cuya nacionalidad se escapa a mis recuerdos, como Correa, Nazar, Molina, Guerrero, Medina, Soria, Pacheco, y todos aquellos a quienes los asuntos del servicio permitieron adornar con su presencia la festiva reunión en que se concentraban. Concurrieron también a ella lo más lucido de la juventud patriótica de Santiago, los contados viejos que la crueldad de Marcó dejó sin desterrar, el alegre y decidor Vera, y aquel célebre pirotécnico de la guerra, el padre Beltrán, que encargado de colocar alas en los cañones para transponer los Andes, no debía tardar en asumir el carácter de Vulcano, forjando en la maestranza rayos para el Júpiter de nuestra independencia.
"La mesa vino a dar enseguida la última mano al contento general. La confianza, hija primogénita del vino, hizo más expansivos a los convidados, y los recuerdos de las peripecias de la reciente batalla de Chacabuco contados copa en mano por la misma heroica juventud que acababa de figurar en ella, unidos al estrépito de las salvas de artillería, produjeron en todo aquel recinto y en sus contornos el más alegre estruendo que al compás del cañón, de las músicas y de los ¡hurras! había oído Santiago desde su nacimiento hasta ese día.
"Todos brindaban; cada brindis descollaba por su enérgico laconismo y por las pocas pero muy decidoras palabras de que constaba. ¡Cuán frías no parecerían en el día, que acostumbramos medir la bondad de los brindis por el tiempo que tardamos en expresarlos, aquellas lacónicas pero enérgicas expansiones de almas electrizadas por el patriotismo! Antes se brindaba con el corazón, ahora brindamos con la cabeza.
"San Martín, después de un lacónico pero enérgico y patriótico brindis, puesto de pie, rodeado de su estado mayor y en actitud de arrojar contra el suelo la copa en que acababa de beber, dirigiéndose al dueño de casa dijo: "¿Solar, es permitido?" y habiendo este contestado que esa copa y cuanto había en la mesa estaba allí puesto para romperse, ya no se propuso un solo brindis sin que dejase de arrojarse al suelo la copa para que nadie pudiese profanarla después con otro que expresase contrario pensamiento. El suelo, pues, quedó como un campo de batalla lleno de despedazadas copas, vasos y botellas.
"Dos veces se cantó la canción nacional argentina y la última vez lo hizo el mismo San Martín. Todos se pusieron de pie, hízose introducir en el comedor dos negros con sus trompas, y al son viril y majestuoso de estos instrumentos hízose oír electrizando a todos la voz de bajo, áspera, pero afinada y entera, del héroe que desde el paso de los Andes no había dejado de ser un solo instante objeto de general veneración. No pudo entonces la canción chilena terciar en el sarao con sus eléctricos sonidos, porque aún no había nacido este símbolo de unión y de gloria que sólo fue adoptado por el Senado el 20 de septiembre de 1819, y cantado por primera vez, con música chilena, ocho días después."
Vicente Pérez Rosales. |