La Memoria de 1809 es un discurso escrito con el apremio del momento de crisis: "Esto, que sería obra para cualquiera sesión, es hoy una memoria porque lo creo muy de necesidad". La emergencia está instalada, por la presencia de extranjeros en el Plata que presionan por todos los medios a su alcance para lograr la legalización del comercio directo, sin intermediación de España. Está en juego la política comercial rioplatense y el avance hacia una situación de mayor autonomía. La decisión del virreinato llegó en noviembre, pero meses antes, Belgrano fija su posición a través de esta Memoria.
La disyuntiva resulta de la cuestión de la necesidad de autonomía, dada "la deplorable situación en que nos hallamos, casi rotos todos los vínculos de nuestro comercio nacional", la apertura al mundo y con la también necesaria protección de la producción local.
Belgrano adopta una posición coherente, desde lo teórico, con las posiciones proteccionista y nacionalista de sus escritos anteriores. Ataca "el espíritu cruel de la codicia" de quienes "corren precipitadamente al inicuo tráfico del contrabando, al parecer como empeñados en acabar y ultimar al comercio lícito, y con él acelerar la destrucción del Estado". Denuncia la corrupción de quienes prestan su nombre y su firma para introducir efectos ilegales, proponiendo una sanción ejemplar. No deja de explicar la importancia de impedir la saturación de la plaza por mercancías de bajo costo a fin de sostener el valor de la producción propia. "Desengañémonos: jamás han podido existir los Estados luego que la corrupción ha llegado a pesar las leyes". La razón de la supervivencia del sistema político es el tema central de la Memoria. Hay en ella una percepción de la crisis, y la opción de Belgrano es la del revolucionario, que siente la urgencia de la transformación: "Está en nuestras manos la decisión".
Al empezar 1810, el espíritu de la revolución impregnaba la esencia de las cosas y la conciencia de los hombres; todo fluía hacia un objetivo determinado. Ese objetivo era el establecimiento de un gobierno propio, emanado de la voluntad general y representante legítimo de los intereses comunes. Para conseguirlo era indispensable pasar por una revolución. Como todas las grandes revoluciones, la nuestra, lejos de ser el resultado de una inspiración personal, de la influencia de un círculo, o de un momento de sorpresa, fue el producto espontáneo de gérmenes fecundos. Una minoría activa, inteligente y previsora, dirigía sutilmente la marcha decidida del pueblo hacia su nuevo destino.
Una sociedad secreta elegida por los mismos patriotas la llamada "Sociedad de los Siete", era el foco invisible de este movimiento. Los miembros de esta sociedad eran: Manuel Belgrano, Nicolás Rodríguez Peña, Juan José Castelli ,Agustín Donado, Juan José Paso, y el canónigo Manuel Alberti, Hipólito Vieytes, también había otros grupos activos integrados por Terrada, Darragueira, Chiclana, y Irigoyen , teniendo por agentes activos a French, Beruti, Viamonte, Guido, y otros jóvenes entusiastas. Ellos eran los que ponían en contacto a los patriotas, hablaban a los jefes de los cuerpos, hacían circular las noticias y preparaban los elementos para cuando llegase el momento de obrar. Se reunían unas veces en la fábrica de Vieytes (la famosa "jabonería de Vieytes") o en la quinta de Orma. El momento esperado llegó en Mayo:
Los ejércitos franceses amenazaban a Cádiz, último baluarte de la independencia española. La Junta Central se había disuelto por la fuga, y en consecuencia ya no había autoridad, ya no había metrópoli, y las colonias españolas podían considerarse independientes de hecho y de derecho. El momento de obrar había llegado.
Belgrano no era un hombre de gobierno para épocas revolucionarias , no tenía ambiciones personales y era de naturaleza tranquila. Hombre de abnegación más que hombre de Estado, tenía la fortaleza pasiva del sacrificio.
Moreno subordinó la revolución a su genio, y Belgrano se puso a su servicio. El uno era el hombre de las grandes visiones políticas, de las reformas atrevidas, de la iniciativa y de la propaganda revolucionaria en todo sentido: el otro era el hombre de los detalles administrativos, de la labor paciente, dispuesto igualmente a ser el héroe o el mártir de la revolución, según se lo ordenase la ley inflexible del deber. Belgrano era el yunque de la Junta, Moreno el martillo. Entre los dos forjaban la espada de la revolución.
Un vínculo común unía a estas dos naturalezas opuestas: el interés por la instrucción pública. Mientras Moreno fundaba la Biblioteca Pública y trazaba a grandes rasgos un programa de educación popular; Belgrano, reanudando sus antiguas tareas, promovía en el gobierno la creación de una "Academia de Matemáticas" para ilustrar a los militares, la que se estableció en el mismo salón del consulado, donde antiguamente había organizado su "Escuela de Náutica" y su "Academia de Dibujo".
Belgrano y Moreno eran la más alta expresión de los elementos del nuevo gobierno, armonizados por el interés común.
Se dedicó al mejor desempeño de sus funciones: "Todas mis ideas cambiaron -nos dice el mismo Belgrano-, y ni una sola concedía a un objeto particular, por más que me interesase; el bien público estaba a todos instantes a mi vista... Seguía, pues, en la Junta Provisoria y lleno de complacencia al ver y observar la unión que había entre todos los que la componíamos, la constancia en el desempeño de nuestras obligaciones, y el respeto y consideración que se merecía del pueblo de Buenos Aires y de los extranjeros residentes allí: todas las diferencias de opiniones se concluían amistosamente y quedaba sepultada cualquier discordia entre todos".
Cuando, comprendiendo que el progreso y la estabilidad de las instituciones estaban en relación con el mayor grado de instrucción, Moreno fundó la Biblioteca Pública, Belgrano adhirió al pensamiento de su ilustre amigo y ofreció, como lo registrara un tiempo más tarde la Gazeta, "toda su librería para que se extrajeran todos los libros que se considerasen útiles y se sacó de ellos una porción considerable".
Otro gesto para destacar: Para sufragar los gastos de la expedición a Córdoba se organizó una contribución patriótica; entonces Belgrano renunció a su favor su sueldo de vocal, 3000 pesos anuales.