A las 10 de la mañana del 20 de noviembre, el gobernador Crespo, en compañía del ministro de relaciones exteriores de la Confederación, de la Peña, y de una comisión de diputados, llegó al cabildo y ocupó el sitial reservado. Luego pidió permiso para que el ministro de relaciones exteriores leyese el discurso inaugural preparado por Urquiza y que había sido redactado por Juan María Gutiérrez.
El ministro Luis José de la Peña leyó el discurso inaugural que habría leído Urquiza en otras circunstancias:
"El pronunciamiento del primero de mayo, que hice a las márgenes del Uruguay, tuvo cumplimiento el 3 de febrero a orillas del Plata.
Constitución para la República, llevaba escrito en mis banderas, y en el general Juan Manuel de Rosas se venció el principal obstáculo para la realización de ese voto, sofocado, pero vivo en todo nuestro territorio, desde el litoral hasta las cordilleras.
Otros obstáculos quedaban por vencer, obstáculos morales, fruto del aislamiento, de la división armada de las opiniones, de la ignorancia de los verdaderos intereses, de los instintos locales y de una administración corrompida y tiránica. La fuente de esos vicios había manado con mayor abundancia su veneno bajo la mano inmediata de Rosas.
Antagonista de su política, tomé un rumbo opuesto, para dar uniformidad a los espíritus y a los intereses. La intolerancia, la persecución, el exterminio fueron la base de su política; y yo adopté por divisa de la mía, el olvido de todo el pasado y la fusión de los partidos.
Yo, federal en principios, no quise mirar sino patriotas en los primeros consejeros del gobierno provisorio de Buenos Aires, aunque salidos de las filas que había combatido.
Como toda ciudad colonial, desde la fundación de Santa Fe se erigió frente a la plaza de armas un edificio para Cabildo, institución española destinada a las autoridades coloniales, con funciones administrativas y judiciales en la ciudad y su jurisdicción. En este nuevo edificio, con siete arcos en ambos pisos, recova y balcón hacia la plaza, se sucedieron importantes acontecimientos de la historia, como el Congreso Constituyente de 1853 y las reformas constitucionales de 1860 y 1866.
Hacia principios del siglo XX, en el marco de los festejos por el centenario de la Revolución de Mayo, tomó vigor la idea de que era necesario destruir aquel símbolo del dominio español, edificio que recordaba tiempos de dominación. Por esta razón fue destruido, y en su lugar fue construida la actual casa de gobierno.
¿Por qué? Porque en decreto dado por mí, como gobernador de Entre Ríos, había dicho que «el sistema unitario podría considerarse como inadecuado al país, pero no como criminal, y que los herederos de la gloria de una misma revolución debían cubrir con un denso velo los pasados errores». Así se realizaba el principio de la fusión y se armonizaban los pareceres contrarios sobre el modo de entender la organización, objeto principal de mis designios.
Porque he querido y quiero que no formemos sino una sola familia, para que todos a una levantemos la patria a la altura, grandeza y prosperidad a que está llamada.
No fui comprendido como hubiera deseado. Tan asustadizo y vivo estaba el espíritu de partido, que confundió la divisa federal de mis armas con el lema sangriento del tirano. No castigué como un preboste y se me creyó tolerante del crimen. Ocupado exclusivamente de crear y de ayudar a constituir la Nación, se me hizo distraer de esta obra y comprometer lo ya hecho en ella, con susceptibilidades provinciales, representadas por un cuerpo no sujeto a ley alguna orgánica, y que ha sido juzgado por sus propios parciales como una dictadura.
La sinceridad de mis intenciones respecto al pueblo de Buenos Aires está demostrada con mi conducta. Al asumir el mando el día 28 de julio, despojé la autoridad de todas aquellas prerrogativas cuyo abuso había causado tantas desgracias.
Dicté una ley de olvido en favor de todos los ausentes de la patria, sin excluir a nadie. Anatematicé el derecho de confiscación, librando de sus crueles efectos al gobernante mismo que lo había practicado como venganza de partido, y abolí la pena de muerte por delitos políticos.
En el régimen interior de la provincia, introduje muchas mejoras; tomé disposiciones para garantir la propiedad, para fomentar la labranza, para ayudar al comercio, y dicté una ley de municipalidades que, puesta en práctica, levantaría la capital al rango de una de las más cómodas y mejor administradas ciudades de la América meridional.
Abrí los ríos a todas las banderas, habilite sus puertos, abolí las aduanas interiores y reconocí como un hecho consumado la independencia del Paraguay. Medidas todas que no necesitarían sino de tiempo y de realización para que se palpara su influencia en bien de aquella provincia y de la revolución entera.
La situación actual de la provincia de Buenos Aires y la ausencia de su representación en vuestro seno, la perjudican sobremanera. Es ésta, entre todas las hermanas, la que más hondas heridas recibió de la administración profundamente inmoral y egoísta de don Juan Manuel de Rosas y la que más reclama reparación de gravísimos males.
Porque amo al pueblo de Buenos Aires, me duele la ausencia de sus representantes en este recinto. Pero su ausencia no quiere significar un apartamiento para siempre; es un accidente transitorio. La geografía, la historia, los pactos, vinculan a Buenos Aires al resto de la Nación. Ni ella puede existir sin sus hermanas, ni sus hermanas sin ella. En la bandera argentina hay espacio para más de catorce estrellas; pero no puede eclipsarse una sola.
Os hablo como ciudadano y como hombre que tiene derecho a pensar en las cosas serias de su patria; pero ni como guerrero, ni como funcionario, ni como político, tendré más acción que la que las leyes me conceden.
No pretendo que mis opiniones ni actos anteriores os sirvan de base para arreglar a ellos la obra de vuestra conciencia y de vuestro corazón. Seré el primero en acatar y obedecer vuestras soberanas resoluciones. Mi crédito personal está comprometido en la libertad y en el acierto de vuestras deliberaciones. La ventura de la nación está en vuestras manos. Aprovechad, augustos representantes, de las lecciones de nuestra historia, y dictad una Constitución que haga imposible, para en adelante, la anarquía y el despotismo. Uno nos ha llenado de sangre; el otro de sangre y vergüenza. La luz del cielo y el amor a la patria os iluminen".
Urquiza no se apartó del espíritu y la letra del mensaje inaugural, que por otra parte parece una reanimación de los postulados de la Asociación de Mayo. Echeverría estuvo presente en Santa Fe a través de su amigo y colaborador Juan María Gutiérrez.
Se ha preguntado por qué encargó Urquiza la redacción del mensaje a Gutiérrez, estando tan cerca de él Salvador María del Carril, Juan Francisco Seguí, J. B. Gorostiaga y L. J. de la Peña. Y se ha sugerido que fue una especie de homenaje a los hombres del 37, de los cuales Echeverría había muerto, Alberdi estaba ausente y López retraído después de la frustración de su gestión en San Nicolás.
Leído el mensaje, el gobernador Crespo declaró instalado el Congreso constituyente de la Confederación Argentina.