Cuenta la leyenda que Chaya era una muy bella jovencita india, que se enamoró perdidamente del Príncipe de la tribu: Pujllay, un joven alegre, pícaro y mujeriego que ignoró los requerimientos amorosos de la hermosa indiecita. Fue así como aquella, al no ser debidamente correspondida, se internó las montañas a llorar sus penas y desventuras amorosas, fue tan alto a llorar que se convirtió en nube. Desde entonces, solo retornar anualmente, hacia el mediado del verano, del brazo de la Diosa Luna (Quilla), en forma de rocío o fina lluvia.
En tanto Pujllay sabiéndose culpable de la desaparición de la joven india, sintió remordimiento y procedió a buscarla por toda la montaña infructuosamente.
Tiempo después, enterado el joven del regreso de la joven a la tribu con la luna de febrero, volvió el también al lugar para continuar la búsqueda pero fue inútil. Allí, la gente que festejaba la anhelada cosecha, lo recibía con muecas de alegría; el por su parte, entre la algarabóa de los circuntantes, prosiguió la búsqueda con profunda desesperación, aunque el resultado totalmente negativo. Por ello, derrotado, termino ahogando en chicha su soledad, hasta que luego, ya muy ebrio, lo sorprendió la muerte. Punto final de un acontecer que se repite todos los años, a mediados de febrero...
La tradición popular rescató a estos personajes y en sus vocablos se demuestra el sentido de esta fiesta: Chaya (en quichua: “Agua”) símbolo de la perenne espera de la nube y de la búsqueda ancestral del agua, algo que no abunda en La Rioja y es vital; y “Pujllay”, que significa: “jugar alegrarse”, quién para estos carnavales vive tres días, hasta que es enterrado hasta el próximo año.