Entre 1820 y 1827 se desarrolló en Buenos Aires y, en cierta medida, en Cuyo, un proceso de reformas que abarcó los ámbitos militar, económico, administrativo, cultural y religioso, conocidas en Buenos Aires como reformas rivadavianas, por haber sido impulsadas en esa provincia, por Bernardino Rivadavia, quien era quien era ministro del gobernador Martín Rodríguez.
Desde la Revolución de Mayo, la guerra fue el estado permanente del país, absorbió las mejores fuerzas y todos los recursos, incluso asombra que se haya logrado llevar las armas a tantos escenarios de lucha, sufrir tantos contrastes y superarlos sin desmayar y abandonar la lucha. Pero un ejército propiamente dicho, a pesar del sentido de organización de Belgrano, no aparece hasta que San Martín se consagra a la formación del ejército de los Andes.
En las huestes improvisadas, con mandos de poca experiencia militar, aunque dechados de valentía, había deficiencias, abusos, indisciplina; y al cabo de unos años abundaban los sables ociosos en las ciudades, condecoraciones no justificadas y a veces inmerecidas, insubordinación, etcétera.
La reforma militar se inició en 1816, por obra de Pueyrredón, pero sobre todo después de la batalla de Cepeda, por los gobiernos de Martín Rodríguez y de Juan Gregorio Las Heras, en la provincia de Buenos Aires. La reforma de fondo se encara en febrero de 1822. Se dictó un decreto correspondiente
"La reforma militar debía contraerse a tres objetos iguales en magnitud, en exigencia y también en justicia. El primero era el restablecimiento de la disciplina militar y corrección de los abusos que habían contribuido a relajarla. El segundo era acordar el premio debido a grandes servicios y a una inmensa conquista; pero de un modo digno del pueblo que ha sentido más de una vez que sus esfuerzos y prudencia le han elevado a la dignidad de dar ejemplo. El tercero es organizar un ejército de conservación cual la seguridad y el orden de la p provincia lo exige"...
Debía, pues, moralizar el ejército, imponer justicia en los premios, luchar contra el uso indebido del uniforme en la retaguardia. Se legisló sobre vestuario y armamentos de las tropas; las milicias de campaña mostraban indigencia y abandono, y el gobierno provincial procuró elevar su condición y su presentación; se creó en 1822 el cuerpo de blandengues de la frontera y se sancionó la ley que creación de la milicia de infantería, artillería y caballería de la provincia. La extensión de las fronteras exigía vigilancia permanente y éstas fueron extendidas por las expediciones de Martín Rodríguez, que llegaron hasta los campos de Tandil, donde se formó el fortín Independencia. Se atendió a la formación de oficiales, a su instrucción y preparación.
La guerra con el Brasil impuso la nacionalización del ejército, que hasta allí era provincial, pero el de Buenos Aires ofrecía ya una estructura militar regular.
Como minoría culta, el clero tuvo actuación distinguida en la vida pública independiente, desde el púlpito, la cátedra universitaria, las asambleas populares, el periodismo, los congresos constituyentes, las misiones diplomáticas. Abundaban los sacerdotes criollos partidarios de la revolución, desde la Junta de gobierno de 1810 hasta el congreso constituyente de 1824; pero no todo el clero se sumó a la revolución; hubo lucha entre los partidarios del viejo sistema y del nuevo, y en ciertos momentos integraban los núcleos de la conspiración y de la reacción. Los gobiernos independientes dispusieron que los diocesanos reasumiesen la plenitud de sus facultades con prescindencia de Roma y que el clero secular dependiese del comisionado general nombrado por el poder ejecutivo; ello estaba en la tradición regalista de los Borbones. El Sumo pontífice Pío VII, vio menoscabada su autoridad y condenó en una encíclica de 1816, la independencia de las colonias. Así la iglesia de las Provincias Unidas quedó de hecho y de derecho separada de Roma, sin vínculos con el Vaticano.
Investigaciones posteriores, del jesuita español Pedro de Leturia y del padre Guillermo Furlong, prueban que hubo interpolaciones en la encíclica de Pío VII, que desnaturalizan su posición. Guillermo Furlong concluye su monografía La Santa Sede y la emancipación hispanoamericana con estas palabras:
"Ningún Pontífice condenó la independencia hispanoamericana, ni pretendió condenarla, por más que la Corte española así lo deseara y lo intentara; ningún Pontífice habló con desdén de los movimientos revolucionarios hispanoamericanos, ni se expresó mal de las Juntas políticas y congresos constituyentes que habían existido o tenido lugar, entre 1810 y 1825; ninguno de los próceres o caudillos americanos, ni aun de los que eran eclesiásticos, fue excomulgado, ni siquiera censurado, por haber promovido la insurrección criolla o por haberla secundado"...
La situación no afectó a los intereses eclesiásticos, que se mantenían incólumes, poderosos, ya sea porque el pueblo los admitía o porque el gobierno los toleraba, absorbido como estaba por las exigencias de la guerra. Rivadavia no innovó en cuanto al dogma, siendo como era sincero creyente, pero tuvo que intervenir en relación con las personas y las cosas para recuperar en beneficio del Estado lo que la iglesia consideraba privilegios exclusivos, como los diezmos y primicias y otros fueros de origen feudal, inadmisibles en los nuevos tiempos.
La reforma había sido iniciada por la Asamblea del año 13, que estableció el patronato, es decir, el predominio del Estado sobre la iglesia siguiendo la línea del regalismo borbónico, no con propósitos de hostilidad religiosa.
La provincia de Buenos Aires, bajo el gobierno de Martín Rodríguez, emprendió lo que se llamó reforma eclesiástica; el clero intervenía en la vida pública en asambleas y congresos, y el gobierno se sintió obligado a estructurar la iglesia del país, a lo cual dio pábulo el estado interno de las congregaciones y las divergencias políticas y de conducta del clero mismo. La tarea fue hecha especialmente por Bernardino Rivadavia y fue por eso el centro de toda la campaña difamatoria. El propio Rómulo Carbia, que dedicó uno de sus libros a La Revolución de mayo y la iglesia, reconoce que "se ha exagerado un poco cuando se ha querido atribuir a maquinaciones sectarias y a propósitos masónicos todas las medidas para transformar el ambiente eclesiástico del país"... La reforma, aun en sus términos más avanzados —agrega— no fue otra cosa que la consecuencia de un regalismo profundo, desplegado sin miramiento, con un propósito bien definido y una orientación bien clara.
Los principales sacerdotes de la época, el deán Funes, Zavaleta, José Valentin y Gregorio Gómez, los Agüero, Gorriti, Ocampo, Vidal, Argerich, Chorroarín y muchos otros fueron colaboradores de Rivadavia de algún modo en la obra de la reforma.
Hubo algunos adversarios, como el fraile Castañeda, fray Cayetano Rodríguez, el provisor Mariano Medrano, futuro obispo rosista; Castro Barros, desde Córdoba, etc.; pero la polémica más tenaz fue obra de laicos: Castex, Senillosa, Anchorena, Somellera, Gazcón.
El 4 de agosto de 1821, Rivadavia se dirigió al deán del cabildo eclesiástico de Buenos Aires para pedirle un detenido examen de las mejoras relativas al estado y disciplina eclesiásticos, un estado de todos los fondos, enseres, útiles, pertenecientes al ramo de fábrica, con especificación de los bienes raíces o correspondientes a dicho ramo o a otro, estén o no bajo la administración del cabildo, con especificación de lo que reditúan, del método de su admi-nistración y del valor en que estén estimados ... El cabildo respondió el 11 de agosto aportando los informes solicitados.
Como algunos clérigos salían a campaña con fines de proselitismo reaccionario y para levantar los ánimos de los fieles contra el gobierno, Rivadavia dispuso: "Las solicitudes de eclesiásticos seglares o regulares para salir fuera de la provincia deberán venir por conducto del prelado respectivo y con informe del gobernador del obispado". Además, que no se permitiera el ingreso en la provincia de ningún eclesiástico seglar o regular que no hubiese obtenido una autorización previa del gobierno.
Cuando fue denunciado Francisco Ramos Mejía, el amigo de los indios, como habiendo santificado el sábado siguiendo el rito judaico, Rivadavia le intimó que se abstuviera de promover prácticas en pugna con las de la religión del país y de producir escándalos contrarios al orden público, al de su casa y familia y a su reputación personal.
La ley, con sus 33 artículos, fue sancionada el 21 de diciembre de 1822. Rivadavia se mostró inflexible ante la resistencia de los adversarios; quedó abolido por ella el fuero personal del clero, fueron suprimidos los diezmos; las atenciones a que eran destinados serían cubiertas por los fondos del Estado; el seminario conciliar será en adelante Colegio nacional de estudios eclesiásticos, dotado por el Estado; el cuerpo capitular o senado del clero será compuesto de cinco dignidades de presbíteros y cuatro canónigos, de los que dos serán diáconos y dos subdiáconos; el presidente del senado del clero será el deán o primera dignidad; el deán y las demás dignidades recibirán sueldos del Estado; todo lo necesario para el culto de la iglesia catedral, y los gastos que él demande serán arreglados cada año por el gobierno a propuesta del decano; el gobierno, de acuerdo con el gobernador del obispado, arreglará las jurisdicciones de las parroquias y aumentará el número de ellas y el de las viceparroquias, especialmente en la campaña, hasta el punto que lo exija el mejor servicio del culto; el gobierno acordará al gobernador del obispado la cantidad necesaria para gastos de oficina; quedan suprimidas las casas de regulares bethlemitas y las "menores" de las demás órdenes existentes en la provincia; la provincia de Buenos Aires no reconoce la autoridad de los provinciales en las casas regulares; el prelado diocesano proveerá lo conveniente a la conservación de su disciplina; mientras las circunstancias políticas no permitan tratar libremente con la cabeza visible de la iglesia católica, el gobierno incitará al prelado diocesano para que, usando de las facultades extraordinarias, proceda a las solicitudes de los regulares para su secularización. El gobierno, de acuerdo con el prelado eclesiástico, puede proporcionar la congrua suficiente a los religiosos que no la tengan y pretendan su secularización, con los bienes de las comunidades suprimidas y con los sobrantes que resulten o que en adelante resultaren de las existentes; ninguno profesará sin licencia del prelado diocesano; y éste nunca la concederá sino al que haya cumplido veinticinco años de edad. Ninguna casa de regulares podrá tener más de 30 religiosos ni menos de 16; no tomará hábito ni profesará persona alguna de las comunidades regulares cuyo número de religiosos sea mayor que el que designa el artículo anterior; la casa que tenga un número menor que el de 16 religiosos sacerdotes, queda suprimida; lo dispuesto en los artículos relativos a los religiosos, se aplicará también a los monasterios de monjas; en el monasterio de Santa Catalina no habrá más de 30 monjas; en el de las capuchinas no se hará novedad en su constitución en cuanto al número de monjas que pueda tener; todas las propiedades, muebles e inmuebles, pertenecientes a las casas suprimidas, son propiedad del Estado; el valor de las propiedades inmuebles de las casas de regulares y monasterios de monjas, será reducido a billetes de fondos públicos; las rentas de los capitales de que se habla, se aplicarán a la mantención de las comunidades a que per-tenecen; los bienes y rentas de las comunidades religiosas se administrarán por sus prelados conforme al reglamento que para ello diere el gobierno, a quien aquéllos rendirán anualmente las cuentas de su administración; será de la atribución del gobernador del obispado el distribuir y celar el cumplimiento de las obligaciones a que están afectas todas las capellanías y memorias pías, pertenecientes a las comunidades suprimidas, proveyendo a la asignación correspondiente a las rentas de unas y otras.
Mitre, en su oración para el centenario del nacimiento de Rivadavia, hizo la siguiente síntesis crítica:
"En la reforma eclesiástica, que fue su obra más controvertida, en que atacó de frente las preocupaciones 'y los abusos inveterados, tuvo por eficaces colaboradores a los más ilustrados y virtuosos sacerdotes del clero argentino. Ellos, en sus libros, en la prensa y en la tribuna, proclamaron también la tolerancia de cultos, sostuvieron los matrimonios mixtos y entre disidentes, la redención de los censos y capellanías, la abolición del fuero personal de los ecle-siásticos, así como de los diezmos y primicias, la jurisdicción de los tribunales en materia que no corresponde a los sacramentos, el registro civil, atributo del Estado, la extinción de las comunidades parásitas, la supresión de las propiedades de mano muerta, sin retroceder ante- la suspensión de los votos perpetuos, haciendo extensiva la secularización libre hasta a las mujeres sujetas a perpetua esclavitud bajo la protección tiránica de la fuerza pública. Todo esto constituye hoy nuestro corpus juris en la materia, y puede decirse del reformador que fue el verdadero fundador de la iglesia argentina, que siguiendo las tradiciones de la escuela legalista de Campomanes, selló su hermandad con todas las comunidades religiosas del mundo civilizado, levantando la autoridad de la razón y de la filosofía, sin violar las creencias sagradas del alma ni turbar las conciencias piadosas".
En 1823-25 recorrió los países del Plata y Chile la misión pontificia encabezada por monseñor Juan Muzzi, al que acompañaba el canónigo Mastai Ferretti, futuro Pío IX. La misión tomó parte activa en la polémica suscitada por las reformas rivadavianas, bajo la impresión del pasionismo de aquella hora. El 27 de abril de 1824 escribió Mastai Ferretti al cardenal Odescalchi desde Buenos Aires:
"Entre el clero hay doctos y celosos sacerdotes, y muchos también miserables instrumentos de Rivadavia; hay un impío sacerdote que tiene cátedra en el colegio y, siendo cerrado materialista, enseña las más perversas doctrinas; se opone a la canonicidad de las Escrituras, a la autoridad de las tradiciones, a la verdad de los milagros", etc. (se refería a Juan Manuel Fernández de Agüero). Monseñor Muzzi recogió informes sobre los hechos del movimiento emancipador y comprobó que "muchos eclesiásticos tuvieron participación en los horrores de la revuelta". En el primer informe desde Buenos Aires, el 9 de enero de 1824, dice que los religiosos mercedarios, dominicos y betlemitas fueron obligados a "dejar los hábitos por orden del gobierno, el cual se ha apoderado de sus bienes", salvo aquellos pocos que admitieron con júbilo la secularización. Desde Chile arremete contra la masonería y el filosofismo; transmite la opinión de Mariano Medrano y la refuerza con estos antecedentes: "No puede tenerse un testigo más veraz que este sujeto, sobre el estado infelicísimo de la Diócesis de la Santísima Trinidad, o sea de Buenos Aires. Él que fue el último provisor y vicario capitular legítimo, por haber sido elegido por el Cabildo". Exalta la lucha de Medrano y del padre Castañeda y de otros sacerdotes leales a los dogmas de la religión católica.
En torno a esta misión pontificia y a sus juicios sobre los hombres y los hechos de los países del Plata se encendió una discusión de tono intolerante que todavía no se ha extinguido.
El derecho de patrona: del Estado sobre la iglesia católica fue vinculado desde el comienzo de la vida independiente al principio de la soberanía, como continuación del patronato real. El deán Funes respondió el 15 de setiembre de 1810 a una consulta que le hizo la junta de gobierno y sostuvo que el patronato no es un derecho de los príncipes, ligado a su persona, sino uno de aquellos derechos que se les confía como un depósito sagrado para que lo transmitan a sus sucesores con la majestad misma. "Cualquier renuncia de este derecho, decía en su dictamen, cualquier innovación se miraría como un exceso de autoridad, contra el que tendría la nación derecho de reclamar"
A la misma tesis se adhirió el teólogo Juan Luis Aguirre, argumentando que el derecho de patronato es inherente a la soberanía. Esa fue la tesis a que se ajustaron los gobiernos anteriores a la Constitución de 1853. La Asamblea del año 13 declaró que las Provincias Unidas del Río de la Plata eran un Estado independiente de toda autoridad eclesiástica que existiese fuera de su territorio; en consecuencia, las comunidades religiosas eran absolutamente independientes de todos los prelados existentes fuera del Estado, y el nuncio apostólico residente en España no podía ejercer acto alguno de autoridad en las Provincias Unidas; los obispos se harían cargo de sus facultades primitivas ordinarias en sus respectivas diócesis, mientras durase la incomunicación con la Santa sede apostólica.
Desde el nombramiento de canónigo magistral en la catedral de Buenos Aires, hecho en 1812 a favor del doctor Diego Estanislao Zavaleta el gobierno ejerció los derechos de patronato en las iglesias de la República: Pero a mediados de 1830, siendo gobernador de Buenos Aires el general Viamonte, se suscitó un conflicto en ocasión del nombramiento de vicario apostólico en la diócesis de Buenos Aires, hecho desde Roma en favor del doctor Mariano Medrano. El gobierno pidió dictamen a una junta de teólogos, camaristas y juristas sobre las proporciones que contenían las reglas a que el gobierno se había ajustado en sus procedimientos. La primera de esas proposiciones, que redactó seguramente Manuel García en enero de 1834, decía: "Primero: El Gobierno reconoce retro-vertida a la nación que componemos toda la soberanía de los pueblos que integran la república, con todas las atribuciones, derechos y regalías que esencialmente le son anexas y con que la ejercían los reyes católicos de España hasta la revolución".
El dictamen de la mayoría de los consultados se adhirió a los puntos de vista del gobierno, reconociendo el patronato como un derecho inherente a la soberanía de América. Respondió en ese sentido el doctor Zavaleta y recordó que en los primeros tiempos el derecho de elegir obispos y demás ministros sagrados correspondió a todo el pueblo cristiano, derecho que después ejercieron los reyes en representación de los respectivos pueblos.
El canónigo Bernardo de la Colina dijo: "Cuando la América se hallaba bajo la dominación española, yo reconocía las 14 proposiciones como indispensables y puestas en práctica. Mas ahora, que soy republicano, si no fuera de la misma opinión me juzgaría como un traidor
a la patria". El fiscal eclesiástica Mateo Vidal, el
canónigo José María Terrero, José Valentín Gómez, coincidieron en el derecho
de la Provincias Unidas al patronato; por lo demás, según José Valentín Gómez,
un derecho propio de todo pueblo católico. "Es
un hecho incontestable —dijo-- que todos los pueblos católicos han ejercido por
muchos siglos la honorable atribución de nombrar sus obispos"...