En 1569 llegó a Lima el nuevo virrey Francisco de Toledo, un hombre de Estado de amplia visión. Pensó que en lugar de extender la conquista hacia el sur del Tucumán, como quería Aguirre, había que concentrar más bien la acción estratégica y pobladora en los valles que conducían de Charcas al Tucumán y a Chile para consolidar las comunicaciones entre las tres regiones mencionadas antes de llegar más lejos. El virrey nombro a Jerónimo Luis de Cabrera gobernador del Tucumán y le ordenó en 1571 que poblase el valle de Salta. Pero como Cabrera encontró muchos obstáculos para cumplimentar la orden del virrey, continuó el plan de Aguirre, a pesar de que su mandato expreso era otro.
Cabrera había nacido en Sevilla en 1528 y tenía noble ascendencia, había llegado a América en 1538 con su hermano Pedro de Cabrera, uno de los conquistadores del Perú; participó en 1548 en el levantamiento de Francisco Hernández Girón, en el Cuzco. Se estableció luego en esa ciudad y se distinguió en la conquista de los valles de Ica, Pisco y Nazca; en 1563 fundó en la costa la ciudad de San Jerónimo de Valverde; en el Cuzco se casó con la madrastra de Garcilaso el Inca, viuda del conquistador Garcilaso de la Vega. Después fue teniente de corregidor y justicia mayor de las provincias de Charcas y de la villa de Potosí. En base a sus antecedentes, el virrey Toledo lo nombró gobernador del Tucumán para suceder a Francisco de Aguirre.
Poco después de llegar al Tucumán, en 1572, Cabrera encomendó a Lorenzo Suárez de Figueroa, uno de sus capitanes, el descubrimiento de la provincia de los comechingones, sanavirones y Río de la Plata. Suárez de Figueroa ha debido ser compañero cordial de los soldados y afable con los indios, a los que logró atraer en pie de paz e inspirarles confianza en los ocho años que ejerció las funciones de teniente de gobernador. Empadronó a los indios de su jurisdicción y los misioneros Luis de Valderrama y Alonso de Bárzana procuraron catequizarlos a su modo, aunque debían enfrentarse con las dificultades de las diversas lenguas habladas por los aborígenes, ninguna de las cuales tenía relación de parentesco con la de los indios quichuas del Cuzco, la más conocida por los conquistadores y misioneros.
El notario don Francisco de Torres registra el acto fundacional de la ciudad de Córdoba. El pintor del cuadro coloca al escribano muy cerca del fundador Jerónimo Luis de Cabrera, en el preciso momento que anota el suceso
Cabrera siguió luego el curso del río Estero y bordeó las sierras de Córdoba, contando en el trayecto más de 600 pequeños poblados indígenas; advirtió que había buenos pastos para la cría de ganado y que los naturales molían el grano y tenían otras industrias.
El 24 de junio de 1573 fundó una ciudad a orillas del río Suquía, entre dos ríos de regular caudal; pero propiamente no hizo más que construir el fuerte inicial; el acta de fundación es del 6 de julio, unos años después, en julio de 1577, el emplazamiento fue trasladado por Suárez de Figueroa al lugar que hoy ocupa la ciudad de Córdoba. De 20.000 a 30.000 indios en veinte o treinta leguas a la redonda debían asegurar los servicios de la nueva población.
Acompañaron a Cabrera en su recorrido hasta la fundación de la nueva ciudad, Pedro Luis de Cabrera, Gonzalo Martel, Lorenzo Suárez de Figueroa, Hernán Mejía Miraval, Juan Pérez Moreno, Juan Rodríguez Juárez, Blas de Rosales, Gonzalo Sánchez Garzón, Alonso de Contreras, Gaspar Rodríguez, Pedro Ludueria, Román Chaves, Alonso de la Cámara, Tristán de Tejeda.
Los primeros tiempos no fueron fáciles; los pobladores conocieron el hambre y toda suerte de privaciones y tuvieron que luchar incesantemente contra la hostilidad de los indios, que no querían someterse a los conquistadores ni trabajar según sus exigencias.
Poco después de fundada la nueva ciudad, Cabrera reinició la ejecución de sus planes hacia el oeste, con el propósito de descubrir un puerto que uniese Tucumán con España; llegó a la altura de Gaboto sobre el Paraná y fundó Timbiles, que llamó entonces San Luis, en la idea que el Paraná debía ser el límite oriental de la provincia de la Nueva Andalucía, como había llamado a la que tenía su centro en Córdoba.
Tropezaron sus huestes con las de Garay y las socorrieron al verlas cercadas por los indios. Al regresar a Córdoba, se enteró Cabrera que Juan de Garay había fundado la ciudad de Santa Fe y envió a un grupo de 30 soldados a pedirle su sometimiento, objetivo que no fue logrado, pues la nueva ciudad había sido fundada desde Asunción, el otro foco de acción conquistadora y pobladora.
Se hallaba Cabrera dedicado a la pacificación de la provincia de los comechingones y a la preparación del tránsito a las tareas agrícolas y ganaderas cuando llegó la noticia de que había sido designado sucesor suyo Gonzalo de Abreu, en marzo de 1574.
Entre los asentistas de Sevilla, de Nombre de Dios y de Lima, que tenían una organización costosa para la práctica de su comercio, se manifestó resistencia a la utilización del río de la Plata para el tráfico que tenían en sus manos por la ruta de Panamá.
Los intereses creados presionaron por todos los medios en favor del mantenimiento de la vieja estructura para la circulación de mercaderías.
La nueva ciudad de Córdoba era el punto natural de convergencia y de tránsito de pasajeros y mercaderías hacia Chile, Charcas y Lima; era la ruta normal para llegar de Santa Fe a Santiago del Estero. Era inevitable, pues, que contase, aunque contraviniese momentáneamente los inte-reses de los asentistas de Sevilla y Nombre de Dios, con un puerto sobre el Paraná o sobre el río de la Plata.
Al llegar Gonzalo de Abreu a Córdoba fue acogido con los honores correspondientes y recibió el mando en serial de acatamiento, siendo su primera medida fue que se llevase preso y engrillado a Cabrera a Santiago del Estero, donde se le formó proceso y se le hizo agarrotar en su propio lecho el 17 de agosto de 1574.
Los bienes del ajusticiado fueron sacados a la venta pública y parte de ellos los adquirió el propio Abreu, esa era la justicia que aplicaban en aquellos tiempos de rivalidad, celos y codicias, los conquistadores, no sólo con los indios sino entre sí mismos.