El año 1976 fue un parteaguas en la historia argentina. La dictadura que instauró al golpe militar de aquel año fue el régimen más macabro y atroz de cuantos habían campado por el país. “30.000 desaparecidos, 10.000 presos 4.000 muertos, miles de desterrados son las cifras desnudas de ese terror”, escribió en 1977 Rodolfo Walsh. Las cifras desnudas seguirían aumentando, encarnadas en el propio Walsh, asesinado ese mismo año. Otros autores, como Julio Cortázar o Juan Gelman, habían salido del país antes del golpe. No pudieron volver y los que se quedaron vivieron al acecho de la violencia política. La literatura argentina, acostumbrada a tejer su universo estético con la turbulenta materia prima de su historia, quedó a partir de los años setenta definitiva y profundamente atravesada por la conmoción del dolor, la ausencia y el exilio.
Las nuevas formas narrativas que caracterizan la producción literaria de mediados de la década del setenta y principios de los ochenta, se inscriben en el marco de la crisis de la representación. La organización autoritaria de la cultura llevada a cabo por la opresiva dictadura militar en la Argentina (1976-1983) pone en suspenso las antiguas creencias y deja fuera de juego los habituales sistemas de interpretación. Las anteriores formas de aprehender la realidad resultan inútiles frente a un conjunto de experiencias sociales fragmentadas y contradictorias sufridas por sujetos atomizados. Ante la perplejidad se torna necesaria la idea de encontrar un significado y un sentido a esa experiencia. Por lo tanto, las narraciones de estos años renuncian al proyecto de reproducir lo real, jugándose en la producción de sentidos incompletos y fragmentados. Esta refutación de la mímesis tiene en su base el reconocimiento de que la historia ha estallado y que, por ende, no puede recomponerse narrativamente desde un solo punto de vista o un solo discurso. El discurso de la ficción, entonces, se coloca como opuesto al discurso autoritario, y se cuestiona sobre la historia que narra y sobre las modalidades con las cuales se narra. Un corpus importante de textos producidos en estos años busca la clave del presente en el pasado político y cultural: Respiración artificial (1982), de Ricardo Piglia;
Respiración artificial se publica cuatro años después del golpe militar del 76,
en plena actividad del régimen del «Proceso de Reorganización Nacional» pero
obviamente no es solo un libro testimonial. Piglia escribe Respiración artificial en
Argentina, desde una situación histórica muy difícil. La restricción a la actividad
cultural era enorme. Esto lo lleva a desarrollar un estilo enfocado a reflejar la situación represiva, y al mismo tiempo a escapar, por medio de una codificación
particular, de la censura. En la novela el autor va a reflexionar sobre el valor de
la literatura y de la ficción en una sociedad en crisis y atormentada por el horror.
En esta dulce tierra (1984), de Andrés Rivera; y Cuerpo a cuerpo (1979), de David Viñas. Ricardo Piglia (1941) —autor de La invasión, 1967; Nombre falso, 1975; Prisión perpetua, 1988; La ciudad ausente, 1992)— capta en Respiración artificial las luchas discursivas entre aquellos que ocupan el poder con los marginales del sistema, a través de una velada referencia a los hechos ocurridos en la Argentina bajo el régimen militar. La novela reflexiona y cuestiona la existencia de una historia inequívoca por medio de explicaciones que siempre son versiones incompletas de la historia. Desarrolla una narración sobre la identidad nacional, a través de una reflexión sobre la fundación de la literatura argentina, sobre la traducción y la cita, y la organización del pasado literario, que permita captar las líneas del presente.
En cambio, en otras novelas —La vida entera (1981), de Juan Martini; El vuelo del tigre (1984), de Daniel Moyano; y No habrá más penas ni olvido (1980), de Osvaldo Soriano— se reflexiona sobre cómo ordenar las experiencias dentro de la historia, desde dónde se controlan los lugares de poder y de qué manera se puede organizar una historia que se oponga al discurso oficial.
Otros textos del período presentan la construcción literaria de biografías ficticias que permiten la reconstrucción de una subjetividad contra la discontinuidad de la experiencia, ya sean biografías típicas de la pequeño burguesía urbana de izquierda, cuyas ilusiones fueron anuladas por la intervención militar y la violencia -como en Tinta roja (1981), de Jorge Manzur, y Flores robadas de los jardines de Quilmes (1980), de Jorge Asís-, como biografías de sujetos que fueron excluidos de la historia oficial -como en Nada que perder (1982), de Andrés Rivera, y Hay cenizas en el viento (1982), de Carlos Dámaso Martínez (1944)-. La literatura del período también se ocupa de los itinerarios del exilio en Composición de lugar (1984), de Juan Martini; Libro de navíos y borrascas (1983), de Daniel Moyano; y La casa y el viento (1984), de Héctor Tizón. Con fuerte acento autobiográfico, mientras las novelas de Martini y Tizón marcan el extrañamiento lingüístico-cultural, la de Moyano incluye el relato de la represión, las torturas, la cárcel y las desapariciones.
Haroldo Conti
Haroldo Pedro Conti fue un escritor y docente argentino, considerado uno de los más destacados de la generación del sesenta, junto con Rodolfo Walsh, Antonio Di Benedetto, Héctor Tizón y Juan José Saer. En 1975 fue galardonado con el Premio Casa de las Américas por su novela Mascaró el cazador americano
El 4 de mayo de 1976, Conti y su pareja dejaron a sus hijos al cuidado de un amigo en su casa de la calle Fitz Roy 1205 y salieron a cenar y después al cine, regresando poco después de medianoche. Al llegar, se encontraron con que una brigada del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército los estaba esperando. Según testimonio de su viuda, fueron golpeados e interrogados durante varias horas, el lugar fue saqueado y destruido, y le permitieron despedirse de Conti antes de llevárselo.
Dos semanas después de su secuestro, el presidente de facto Jorge Rafael Videla organizó un almuerzo con destacadas personalidades de la cultura: Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato, Horacio Ratti, presidente de la SADE, y Leonardo Castellani. El padre Castellani, que conocía a Conti de su época en el seminario, intercedió por él, mientras que Ratti entregó una lista con otros once nombres de escritores desaparecidos. Videla le aseguró a Castellani que haría lo posible para averiguar su paradero, a pesar de lo cual no hubo ninguna información oficial, si bien el sacerdote pudo ver una vez más a Conti en la cárcel de Villa Devoto en julio de ese año. Testimonios ulteriores de sobrevivientes indicaron que en algún momento pasó por el centro de detención El Vesubio.
Finalmente, en 1980, Videla confirmó ante algunos periodistas españoles, sin precisar el lugar y las circunstancias, que Conti estaba muerto. Dado que sus restos siguen sin hallarse, su nombre continúa integrando la lista de desaparecidos por la dictadura.